martes, 27 de marzo de 2007

UN TESORO

Después del XIII Congreso de las Academias de la Lengua Española, que se celebró en Medellín el pasado fin de semana, se está celebrando en Cartagena de Indias el IV Congreso de la Lengua Española, que no es lo mismo, aunque se repitan algunas palabras y, en el fondo, el gran objetivo: mantener y fortalecer la unidad básica del idioma que más crece entre los idiomas principales, y que podría equipararse al inglés, en difusión, a mediados del siglo en que estamos. Ojalá. Ojalá pueda mantenerse la unidad del tesoro que me permite expresar con palabras casi todo lo que pienso y siento. Porque, si no se mantuviera, yo seguiría teniendo la extraña sensación de que la vida se descompone -de que me hundo en la imposibilidad de ser y de estar. Viendo lo que pasa en España con la lengua española, durante años me he refugiado en mi amada segunda lengua, que no es otra que la portuguesa. Pero el portugués se muere poco a poco, enfermo de mil enfermedades que nadie remedia, sobre todo en Brasil. Y por eso la angustia. Por eso el miedo enfermizo a que también se enferme y se muera el castellano, mi última tabla de salvación. Y no estoy exagerando. Un día, después de una larga y amarga ausencia, regresé a Gran Canaria. En el aeropuerto, totalmente desconocido para mí, le pregunté a una chica rubia por la parada de taxi. Y la chica me explicó con perfección -¡pero en alemán!- la vuelta que tenía que dar y la escalera mecánica que me serviría. Abajo, ya en la calle, entre otras cosas curiosas, había un cartel que anunciaba un congreso de Medicina "a nivel" de la rodilla. El taxista, un canarión de Telde, no hablaba como se había hablado siempre en las Islas. Hablaba de una forma rara, mezcla de mil dejes extraños. Y decía cosas tan absurdas como "creo de que", "alcaldable", "planta alojativa", "a tope", "autobús", "van a Península". ¿Qué era una "planta alojativa"? ¿Qué significaba "a tope"? ¿Por qué "autobús" y no guagua? ¿Por qué "a Península" y no a la Península? Me sentí fuera de mí mismo. Aquella no era mi tierra. Aquel no era mi tiempo. Hasta los niños tenían nombres sorprendentes: Dulcecielo, William Anselmo, Loretta Margarita, Guadarfía, Adargoma, Tenesor, Tirma. Y la gente, para expresar conformidad, sólo sabía decir "vale". Al darme cuenta de que habían roto mi idioma, comprendí con tristeza que también habían roto mi identidad. El mundo, desafinado, sonaba de otra forma.

lunes, 26 de marzo de 2007

VÓTENME

No se enfaden. No hace falta que me lo digan. Yo sé mejor que nadie, sin necesidad de que me lo reprochen, que no tengo perdón: me pasé media vida batallando para que los electores fueran a votar, y la otra media trabajando para candidatos egocéntricos y mentirosos, pero nunca he votado. No sólo parece, sino que es una imperdonable contradicción: he pagado caro el haber creído en la democracia, pero nunca creí que con simples papelitos introducidos en las urnas se pudiera democratizar el mundo. En eso no puedo creer, porque sé perfectamente, como profesional, lo que puede hacerse y se hace para que el voto sea cosa manejable. Me estoy liando. Pero lo que quiero decir es muy sencillo: sin voto, por ahora, no hay democracia; y con voto, tampoco. Y lo digo porque me he enterado por casualidad de que en mayo hay elecciones. Habrá, creo, elecciones autonómicas y municipales. En mayo. Mejor oportunidad para demostrar mi teoría, imposible. La demostración es fácil prestando atención a lo que pasa en cualquier lugar con cualquier candidatura. Por ejemplo, en la ciudad donde se mueren de pena y humedad mis libros y mis cuadros. Allí, y en toda la isla irremediable, los candidatos son los de siempre. Pero más viejos, más gordos, más feos y más increíbles. ¿Cómo podrían ser creíbles si siguen diciendo lo mismo que ya dijeron hace treinta años, y nunca cumplieron? ¿Cómo puede haber democracia cuando es evidente que esos candidatos están mintiendo, y los electores lo saben? ¿Quién engaña a quién? Pero además del engaño, hay que tener en cuenta la petulancia. Dicen ellos, los candidatos, que ellos son los mejores. Y no se sonrojan. Y no pasa nada. Lo dicen con tanta naturalidad, que si uno les hace caso puede tener un ataque de risa, o del corazón. "Vótenme. Yo soy el mejor. Ustedes me conocen". Y, repito, lo peor es eso: que son conocidos, y, sin embargo, la gente vuelve a ponerse en la fila de los votantes, sin importarle el frío ni el calor. ¿Para qué? ¿Por qué? ¿Dónde está el misterio?

domingo, 25 de marzo de 2007

LOS GEMELOS KACZYNSKI

Ahora resulta que yo, que ya no soñaba ni para bien ni para mal, estoy teniendo pesadillas: unas pesadillas horribles que -así lo creo- están provocadas por el pánico que me produce el nazismo trasnochado de los hermanos Lech y Jaroslaw, dueños y señores del poder "democrático" en Polonia, el país donde tantas veces se han cruzado los ríos de sangre de la Europa más oscura. Ese nazismo me asusta por varias razones: porque puede ser contagioso; porque la Unión Europea no acaba de rechazarlo; y, también, porque los hermanos Kaczynski son gemelos. Sí. Los políticos más peligrosos siempre han sido aquellos que han gobernado rodeados de parientes. Pero nunca jamás se había visto que un presidente y un primer ministro estuvieran emparentados hasta el punto de ser gemelos... De ahí vienen mis pesadillas. Sabemos, por ejemplo, lo que pasa en Cuba. Fidel y Raúl son hermanos, es verdad. Pero no son gemelos. Ni siquiera se parecen. Ni en lo físico, ni en nada. Y yo pregunto: ¿Qué pasaría si los hermanos Castro fueran gemelos, y además igualitos, como lo son los hermanos Kaczynski? ¿Me van entendiendo? Les ruego que me entiendan, porque, de lo contrario, no conseguirán entender los misterios que me están perturbando el sueño. La pesadilla de anoche fue precisamente ésa: Fidel y Raúl eran gemelos y eran idénticos; y todo lo que pensaban, decían o hacían era idéntico y se multiplicaba por dos; con lo cual siempre había dos Cubas iguales, dos discursos iguales, dos convalecientes iguales... Y en noches pasadas también he tenido malos sueños con el Papa, con Bush, y hasta con Evo Morales. Lo de Evo fue impresionante: como no era uno, sino que eran dos Evos gemelos, cuando firmaban un decreto de nacionalización siempre se quedaban con dos gasoductos.

sábado, 24 de marzo de 2007

LA INTEGRACIÓN

A muchos inmigrantes latinoamericanos no les resulta fácil su integración en el día a día de la que llamaban Madre Patria. En España, los usos y costumbres, digan lo que digan, son otra cosa. Y en la España del desarrollo acelerado, ni les cuento. Pero en algunos casos, si uno mantiene el buen humor, las dificultades pueden ser hasta divertidas. Por ejemplo: las empresas instaladoras que trabajan para Telefónica han contratado, seguramente por cuestiones salariales, a centenares de ecuatorianos, peruanos y bolivianos. Y cuando alguien llama para que le vayan a poner el teléfono, ya no va un español, ni un europeo cualquiera, sino un hijo de los Andes, con aspecto, acento y maneras de resonancias incaicas. Son gente seria, educada, perfectamente preparada para prestar el servicio que prestan. Pero con frecuencia -así son las cosas por desgracia-, los clientes que los esperan no les abren la puerta, porque, asustados con la inseguridad y los atracos de la vida moderna, los confunden con profesionales de la delincuencia: con asaltantes tan peligrosos, que ni siquiera ocultan las herramientas que llevan para el asalto... Otro ejemplo: en toda Castilla, y sobre todo en Madrid, un taller de confitería y repostería era un obrador. Por eso, todavía, a muchas panaderías se les dice obrador. La que tengo más cerca, sin ir más lejos, se llama Obrador Lorenzana. Está regentada por una de esas madrileñas que nacieron para ganar dinero, y que lo gana trabajando como una loca y repartiendo halagos a la clientela. A cada mujer que entra en el establecimiento, aunque sea poco agraciada, le dice "guapa", "encanto", "mi amor", en tono profesional evidentemente falso, pero que a las clientas les gusta. Y ahora resulta que el negocio creció. Creció tanto, que tuvieron que contratar a una dependienta colombiana para ayudar a la incansable madrileña. Tal para cual, en cuanto a la capacidad de trabajo y al gusto por amontonar euros. Pero a la de Colombia no le sale la palabra obrador ni a la de tres, y cuando dice "guapa", "encanto", o "mi amor", queriendo imitar a la otra, a nadie le gusta el piropo porque le sale como si lo dijera al revés.

viernes, 23 de marzo de 2007

BIENES PROTEGIDOS

Hay gente maravillosa -qué envidia- que se dedica en cuerpo y alma a proteger casi todo lo que debe ser protegido: los mares, los ríos, la pureza del aire, las lenguas muertas, el silencio, las selvas, las culturas amenazadas, los perros abandonados, el lince ibérico, etc., etc., etc. Y hay ONGs desinteresadas, sin ningún ánimo de lucro, trabajando por las causas más meritorias y más lejanas. Ayer mismo, por pura casualidad, fue el Día del Agua. Porque lo del agua no es una broma: o sobra, o falta; o hay inundaciones, o se extiende la sequía. Y eso tiene preocupadísima a la ministra del ramo, que salió por la tele para advertirnos una vez más del riesgo tremendo que estamos corriendo. Según ella, si nos seguimos lavando los dientes con tanta frecuencia, pueden suceder cosas terribles. Puede suceder, por ejemplo, que a muchos campos de golf se les seque el césped. ¿Se imaginan el desastre? Y entonces, me lo pueden creer, me sentí culpable. De verdad: el sentimiento de culpa, intenso, me puso contra la pared. ¿Qué he hecho yo, qué estoy haciendo, para que el planeta Tierra sea mejor y más bonito? -me pregunté. ¿Voy a seguir esperando a que unos voluntarios de la buena voluntad vengan a buscarme, así por las buenas, para llevarme sin pagar peaje hasta las puertas de algún paraíso descontaminado? Lo pensé. Lo pensé mucho. De veras. Le di vueltas y más vueltas a esa duda atroz. Y al final me dio vergüenza. Y avergonzado tomé una decisión, que puede ser la gran decisión de mi vida: fundar una ONG diferente, única, realmente altruista, sin dinero oficial, para proteger como se merece a la especie más amenazada del planeta, que no es de pájaros ni de monos ni de ballenas, sino de mandatarios dignos y respetables. ¿Se acuerdan? Había en este mundo, sí, hasta hace poco tiempo, en lo público y en lo privado, una especie de mandatarios admirables que de pronto se redujo, por algún motivo, hasta casi casi la extinción. Los bípedos que quedan de esa especie pueden contarse ahora mismo con los dedos de una mano. Y yo -¿me entienden?- no quiero que desaparezcan del todo. Yo quiero protegerlos, de alguna manera, a mi manera, con la ayuda de las personas de bien, para que se reproduzcan. Para que, reproduciéndose, se resuelva de paso lo que afecta a los mares, a los ríos, al aire, a las tríbus olvidadas, a la razón, a los pobres, a los enfermos, y a todo lo demás, que no es poco. Gracias. Muchas gracias a quienes quieran apuntarse y seguirme.

jueves, 22 de marzo de 2007

EL FLEQUILLO DE AZNAR

Ahora, al cumplirse el cuarto aniversario de aquella infamia, se está hablando mucho de la foto de las Azores -de lo que significó aquella foto, en muertos, mentiras, saqueo y terror. Pero no se habla, que yo sepa, de la foto misma. Por algún extraño motivo, ningún entendido en psiquiatría ha perdido un rato en analizar debidamente las imágenes que quedaron grabadas para siempre en el retrete de la Historia. Y por eso me atrevo a contar, aquí, sin pretensiones científicas, mi particular visión del lamentable espectáculo. El primer impacto lo recibí por televisión. De repente, sobreponiéndose a todas las noticias habidas y por haber, en la pantalla aparecieron tres hombres descompuestos, cargados de ansiedad, acompañados por un segundón, especie de recepcionista, cargado de hipocresía. Éste, el recepcionista, el que me pareció hipócrita, no era otro que Durão Barroso, que por entonces trabajaba de primer ministro en un mítico país llamado Portugal. Y los otros -no hay nadie que no lo sepa- eran Blair, Bush y Aznar, que estaban allí, en las Azores, para salvar al mundo de un montón de peligros peligrosísimos. El contraste entre la penosa imagen y el mensaje redentor era tan brutal, que no lo aguanté, y apagué el televisor, al acordarme de la compostura de Churchill, Roosevelt y Stalin, en Yalta. Y a partir de ahí me he ido acostumbrando, poco a poco, al impacto de las fotografías propiamente dichas. Lo digo en plural, fotografías, porque no es una, sino que son muchas, las que siguen recordando el disparate, aunque en todas se advierta la misma locura: Blair, evidentemente cansado, ojeroso, mirando para otro lado con una sonrisa de resignación, forzada, como si quisiera hablar de otra cosa con alguien que no está ni se le espera; Bush, casi siempre de espaldas a Blair, queriendo alegrar la fiesta con gestos -y seguramente palabras- de un paleto inconsciente, instalado fuera de tiempo y lugar; Aznar, entre pedante y ridículo, pequeñito, desagradable, dejándose manosear por el atrevido norteamericano, y sin saber qué hacer con el flequillo de muchacho ruin, de prófugo despeinado, que el viento de las Azores, majadero, le ponía sobre la frente, sobre la nariz, sobre los ojos, una y otra vez, tapándole la vista de la dignidad.

miércoles, 21 de marzo de 2007

OLINDA


Hay gente -parece mentira- que nunca estuvo en Olinda; que no sabe dónde está Olinda; que nunca oyó hablar de Olinda. Pero Olinda, que fue capital de Pernambuco hasta que los holandeses la incendiaron para que el poder se fuera a Recife, sigue existiendo bellísima, bien conservada, gracias a su condición de Patrimonio Histórico y Cultural de la Humanidad. Algunos dicen que su nombre viene de lo que exclamó su fundador, Duarte Coelho Pereira, cuando decidió que era allí, en aquella loma, donde la fundaría: "¡Oh, linda!". Otros dicen que no, que Olinda tiene que ver con el nombre de un personaje femenino de la Caballería. Pero da igual, porque lo de menos es cómo se llame. Lo que importa de verdad, lo que maravilla, es la portentosa concentración de cultura, rodeada de tanta belleza natural. Lo cultural es tan denso, sobre todo en reliquias del barroco, que en una nota como esta sólo cabe apuntar un ejemplo: el altar de 14 metros de alto y 14 toneladas de peso, tallado en cedro y revestido en oro, de la basílica de São Bento, que ya fue expuesto en el Guggenheim de Nueva York, para asombro de los norteamericanitos... Y en cuanto a la belleza natural, tengo que confesar y confieso que, cuando enciendo mi ordenador, lo primero que aparece en la pantalla es una foto de Olinda, preciosa, con Recife al fondo. Se trata de una foto que no me canso de mirar, por lo que en ella veo y por lo que me recuerda. Yo vi con mis ojos, muchas veces, lo mismo que vio el fotógrafo: las iglesias barrocas, las casas de ensueño, la vegetación exuberante, la bahía, la desembocadura del río Capibaribe, el puerto de Recife, Recife, la playa de la Boa Viagem, allá lejos, entre la neblina y el horizonte... A menos que mi memoria me engañe, creo haber vivido al final de esa playa, en un camino que empezaba a ser calle, con media docena de casas. Era, por entonces, una calle sin nombre. Y por eso no me llegaban las cartas. Hasta que fui al fantástico mercado de São José y compré una colección de azulejos con letras, que puestos en la pared de la esquina, decían: Rua do Amor Verdadeiro... Fue un tiempo, aquel, entre feliz y convulso. Fue una época de frevo, forró, baião y xaxado. Fue cuando conocí a Don Hélder Câmara, el arzobispo de los pobres, que volví a ver muchos años después, en Europa, por última vez. Increíble. Iba yo de Barcelona a Roma, y en el avión me tocó viajar entre Jon Idígoras, con su eterna cazadora de color verde-independentista, y Don Hélder, con su sotana zurcida. Por la izquierda, un representante del odio feroz; y por la derecha, un santo.

martes, 20 de marzo de 2007

UNA EXAGERACIÓN

A la revista EP[S] se le fue la mano. En la portada de su número 1.589, del 11 de marzo, puede leerse: "Emperatriz latina / Las confesiones de Jennifer López, una de las artistas más poderosas del mundo". Imaginé que ese titular tan retumbante se refería a la chica de la foto, que a primera vista confundí, por el parecido increíble, con la dependienta de la panadería donde compro el pan todos los días. E, intrigado, fui hasta la página 54: "Ardiente Jennifer / Guapa y sensual, la volcánica Jennifer López es también la latina más rica, influyente y popular de Estados Unidos. Tras su matrimonio con Marc Anthony ha dado un giro a su carrera, produce películas y ha vuelto a sus raíces en su último disco cantado en español". La palabra "latina" no me hizo gracia, y menos repetida, por lo que tiene, según y cómo, de peyorativa. Pero al final conseguí tener una ligera idea sobre quién es, y qué es, esa tal Jennifer. Por lo visto canta, baila, hace películas, y ya tuvo unos cuantos novios y maridos antes de tener al susodicho Marc Anthony, que también, dice la revista, es de cantar. La cosa tiene mérito, porque, aunque "sabe maximizar los esfuerzos", la guapetona Jennifer nació en el Bronx neoyorquino, que no está mal como lugar de nacimiento, aunque sólo sea porque allí se hablan 77 lenguas distintas... Sin embargo, lo que me intrigó en la portada me siguió intrigando en las páginas de la entrevista: ¿Por qué esa señora es una de las artistas más poderosas del mundo? ¿Y por qué es la "latina" más influyente de Estados Unidos? Ni el entrevistador lo aclara en las preguntas, ni la entrevistada lo aclara en sus respuestas cargadas de vulgaridad. ¿Será poderosa e influyente por su relación de amistad con el futbolista Beckham? ¿O será que el poder y la influencia ya no son lo que eran?

lunes, 19 de marzo de 2007

LA VIDA MISMA

Cuando Carlos III mandó reservar para él y para la Corona las excelentes aguas de lo que hoy es la Quinta de la Fuente del Berro, no pudo imaginar, ni de lejos, que el preciado líquido acabaría sirviendo para yo beber, tomar baño y regar las plantas. El pobre monarca se perdió lo mejor. Pues tampoco vio crecer los maravillosos árboles traídos de los confines de Asia y de América, ahora convertidos en gigantes vegetales. Ni disfrutó de las fragancias del romero, del tomillo, de la verbena. Ni conoció el actual jardín histórico en otoño, con su delirio de colores imposibles. Ni paseó con sus parientes, los pavos reales, que no se espantan con el espanto de los humanos. Ni vio cómo la sombra del Pirulí sobrevuela los atardeceres, por encima de la belleza. Ni volvió a pasar por aquí, nunca más, un sábado cualquiera, para asistir a los conciertos matutinos de los que llegaron del Este, huyendo, con sus instrumentos viejos y sus partituras clásicas a cuestas... Le di catorce vueltas al mundo buscando un lugar para vivir, que fuera al mismo tiempo como una gran ciudad y como un pueblecito de Normandía, y que no estuviese habitado ni por pobres ni por ricos, ni por genios ni por bestias, sino por gente normalita, de saber de todo un poco y de aspirar a los placeres medianos. Y llegué a creer que ese lugar sencillamente no existía. Hasta que, después de mudarme no sé cuántas veces, casi me muero de remordimiento. Pues el tal lugar está en el mismísimo centro del Madrid grande, arrimadito a la Televisión Española que ustedes, supongo, habrán sufrido alguna vez. Sin más costo ni más esfuerzo que los que serían necesarios para vivir en cualquier barrio de cualquier otra ciudad, la Providencia quiso premiarme a estas alturas con el sueño de Carlos III: los jardines de la Quinta del Berro son como si fueran mi jardín particular; el palacete romántico es como si fuera mi estudio de música, de lectura, de pintura; los pavos reales se meten en mi intimidad, perdiéndome el respeto; algunos famositos de la tele, siempre confianzudos, me saludan con desparpajo como si nos conociéramos de toda la vida; Enrique Iniesta, con su violín de bronce, me toca "todas las músicas de España" sin desafinar el patriotismo; un Gustavo Adolfo Bécquer de piedra, enorme, me recita una y otra vez, en letra tallada, aquello de Hoy como ayer; Alexander Pushkin, tieso, metálico, me suelta en ruso la Oda a la Libertad... Estando en lo que parece un paraíso, llegué a creer que había encontrado la felicidad civilizada que tanto busqué. Pero de pronto, en la biblioteca, noté que algo había sucedido. Los amigos de las discusiones bizantinas estaban demasiado criticones. Su descontento crónico se había avinagrado. No paraban de hablar de "la chusma", con desprecio y con irritación, como si fueran parientes de Sarkozy. Y resulta que la cosa no era para tanto, así, a primera vista: unos mendigos -dos muertos vivientes de los que andan por la capital- se habían instalado con sus colchones apestosos por fuera de la verja, en el caminito de tierra que lleva hasta Ventas. Y al parecer, "¿qué se han creído?", a eso no había derecho... No le conté a nadie, porque yo mismo no lo entiendo, que la miseria extrema me encandila por alguna razón que no sé si es buena o mala. Y empecé a dar paseos que me acercaban sin motivo aparente a los miserables, pero con la tela metálica de por medio. Paseé tanto, tantas veces, que los mendigos empezaron a saludarme con movimientos torpes de sus manos sucias. Y cuando yo les correspondía a mi manera, no podían contener la risa. Yo entristecido, en pleno jardín, y ellos riéndose, por fuera de la verja... Y lo curioso es que se reía más el más viejo, un cadáver prematuro, que el más joven, un mozo todavía recuperable con un buen baño, algo de jamón y una ropa limpia. Pasaron los días. Aquello se hizo monótono -uno se acostumbra a todo- y volví a mis paseos habituales, caminando instintivamente, sin pensarlo, en dirección contraria a la de la miseria sonriente. Y una mañana del pasado octubre, como todas las mañanas, voy a comprar el periódico en el quiosco que hay en la calle de arriba, paralela al camino de los infelices, y me entero del suceso, por sorpresa, en las páginas de Sociedad: el mendigo viejo había sido degollado. Del mendigo joven, ni una palabra.

domingo, 18 de marzo de 2007

LA BUROCRACIA

Un buen día regresé a Barcelona, la ciudad amada, y tuve que empadronarme de nuevo. Fui al edificio de Estadística, que el ayuntamiento tenía en la Puerta del Ángel, pregunté, y enseguida me atendieron en la ventanilla que me correspondía: la 7. Y al ser atendido con tanta rapidez y eficacia, recuperé la vieja idea, el viejo convencimiento, de que en España no era posible encontrar muchos consistorios que funcionaran tan bien como el de la capital catalana. Pero de pronto, por algún motivo, la funcionaria que me hacía preguntas y más preguntas se enredó en un inconveniente: no encontraba, por ninguna parte, en ningún papel, ningún indicio de que la Villa de Teguise, donde nací, pudiera existir. No. Para nada. A ella no le constaba la existencia de un lugar con ese nombre tan raro, y, por tanto, no podía dar por bueno el dato que yo le estaba proporcionando. "¿Villa de Teguise, ha dicho? Está equivocado, señor. Ese municipio no existe". Me lo dijo con tanta seguridad, que me dejó dudando. Y la duda me llevó al estupor: si mi pueblo no existía, ¿existiría yo? Yo debía de existir, probablemente, porque al pellizcarme sentía dolor. Y todo lo demás estaba escrito en el documento de identidad que la Policía me había dado en Las Palmas. ¿La Policía mentía? Si no mentía, ¿cómo era posible que reconociera por escrito, con sello y rúbrica, la existencia de la Villa de Teguise? Cuando le hice esa pregunta, fue ella, la catalanita, la que empezó a dudar. Buscó de nuevo en sus papeles, en sus archivos, en sus cosas, y al cabo de un rato volvió con una media sonrisa y un discurso conciliador: "Mire. Lo más parecido que hay a lo que usted dice se llama Te Quise. Si a usted le parece bien, yo puedo empadronarlo como siendo natural de Te Quise. Pero no de la Villa de Teguise, porque ni esa tal Villa ni ese tal Teguise constan en la lista oficial de los municipios de España con la que aquí trabajamos". Me cansé. Comprendí que alguien había escrito mal, en aquella lista disparatada, lo que la Policía había escrito bien en mi DNI. Y acepté ser de un lugar inexistente. Durante algunos años viví en Barcelona con dos penas muy grandes: con la de haber perdido para siempre la palabra Villa, tan importante para mí, y con la de repetir Te Quise, así, en pasado, cuando la verdad es que me apetecía repetir Te Quiero, en presente.

sábado, 17 de marzo de 2007

LA IMAGINACIÓN

Hablo de imaginación, y no de creatividad o de iniciativa, porque -así lo creo- la gran virtud de don Pepe Jota era la de imaginar, y no exactamente la de crear o iniciar. Les cuento: yo hacía poco que había regresado a España, después de muchos años de ausencia, y, la verdad, no sabía bien cómo funcionaban aquí los negocios. En teoría, mi trabajo consistía en dirigir una empresa tabaquera en Tenerife. Pero el dueño de la empresa, don Pepe Jota, que vivía en Las Palmas, con frecuencia me encargaba cosas rarísimas y desconcertantes, relacionadas con otras actividades. Y el 27 de diciembre de 1977 -nunca pude olvidarlo- me pidió que fuera con él a Madrid, para ayudarle a rematar "el negocio del siglo". Nos hospedamos en el hotel Eurobuilding. Cenamos, bebimos y hablamos. Pero, misteriosamente, en la larga y animada conversación no quiso decirme nada sobre el verdadero motivo de nuestra estancia en la capital, "para no ir con prejuicios a la reunión del día siguiente". Por pura casualidad, el día siguiente, 28 de diciembre, era el Día de los Inocentes. Madrid amaneció cubierto por medio metro de nieve. Entrar en el coche que habíamos alquilado, y manejarlo, no fue cosa fácil. Pero conseguimos llegar, puntuales, al lujoso barrio de La Moraleja, donde nos esperaba "un millonario". Don Pepe Jota conocía el camino y fuimos sin preguntar hasta la casa de una famosa presentadora de televisión, que era famosa, también, por ser la propietaria de un famoso restaurante situado en la plaza de la República Argentina. Riiiiiiing. Y apareció ella, la famosa, acompañada por él, el millonario. Entramos, y nos encontramos, como era previsible, en medio de una decoración cara y apretujada, propia de un nuevo rico. Saludos, risitas, fingidas amabilidades. Hasta que el millonario, don Pepe Jota y yo nos quedamos solos en el salón de la chimenea, presidido por un gran retrato de la dueña evidente del chalé, y nos pusimos serios. El primer minuto de silencio se hizo eterno. Don Pepe, que por lo general hablaba por los codos, sólo tomó la palabra cuando, incómodo, tuvo que apretarse el nudo de la corbata, y aprovechando el movimiento del cuello y de las manos le salió el discurso, que resumo aquí, ahora, para no aburrir al lector: la cosa consistía en una fórmula mágica para solidificar (que era mucho más que congelar) el agua del mar. Para construir un muelle, por ejemplo, no habría que recurrir a la penosa fórmula tradicional, de camiones, tractores, grúas, piedra, cemento. No. Bastaría con delimitar y solidificar el agua que seguramente ya estaría en el lugar. La complicada obra de ingeniería sería sustituída por una simple -y limpia- solución química. Pero había, estaba claro, que adelantar cincuenta millones de pesetas, al contado, para tranquilizar al químico, un marroquí de trato difícil, que no se fiaba de nadie...

viernes, 16 de marzo de 2007

LA IGUALDAD LEGAL

Quiero que mis lectores de América -sobre todo ellos- lo sepan: que sepan que en España, este país viejo y a veces oscuro, puede ser perfectamente legal el matrimonio entre un hombre y una mujer, o entre un hombre y un hombre, o entre dos mujeres. Y que, desde ayer, aquí existe además una Ley de Igualdad que hubiera hecho feliz a Clara Campoamor, la diputada que hace 75 años consiguió el voto femenino, y que dijo aquello de "He trabajado para que en este país los hombres encuentren a las mujeres en todas partes, y no sólo donde ellos vayan a buscarlas". Doña Clara se adelantó a su tiempo, es cierto, pero no estoy convencido de que pudiera haber soñado lo que ahora es posible. Ahora, aquí, los hombres tendrán 15 días de baja laboral por paternidad; en las listas electorales habrá un 40% de mujeres, como mínimo, en puestos intercalados con los hombres; las empresas con más de 250 trabajadores se verán obligadas a negociar planes de igualdad; y las que coticen en bolsa deberán tener mujeres en sus consejos de administración... Según el presidente Rodríguez Zapatero, con esa Ley de Igualdad se transformará de forma radical y para siempre la sociedad española. Y yo me alegraría si eso llegase a ser verdad. Me alegraría mucho, porque al fin y al cabo vengo de donde vengo, y no he olvidado el trato desigual que recibían las mujeres que me criaron, quisieron y educaron. Ellas, allá en Lanzarote, no podían viajar sin permiso del marido. No podían comprar ni vender. No podían tener cuenta en el banco... Yo siempre pensé que aquello era injusto. Siempre creí que las mujeres merecen algo más que la igualdad, porque son distintas y hasta superiores -porque son las que alumbran la vida. Pero ahora mismo tengo alguna duda. No estoy seguro de que el problema de siglos se pueda solucionar por completo, de repente, con una simple y bonita ley.

jueves, 15 de marzo de 2007

ADIÓS A INMACULADA

En realidad se llamaba Juana, Juana Echevarría, pero quiso que la conocieran por Inmaculada, y como Inmaculada falleció ayer, 14 de marzo, a los 51 años de edad, en el hospital público de San Juan de Dios, en Granada. Padecía distrofia muscular progresiva y desde hacía diez años había vivido atada a un respirador artificial en el hospital de San Rafael, de la misma ciudad, gestionado por religiosos. Y cuando decidió que la desenchufaran, para morir en paz consigo misma, la palabra eutanasia corrió como la pólvora. Algunos obispos pusieron el grito en el cielo. Y por eso la trasladaron al otro establecimiento, que depende de la Junta de Andalucía, para que acabara sus días al amparo de la ley... En medio de una gran polémica, la asociación Derecho a Morir Dignamente ha tenido que emitir un comunicado que dice, entre otras cosas: "La desconexión de un respirador no puede ser considerada en ningún caso una eutanasia, sino la renuncia a un tratamiento o la limitación del esfuerzo terapéutico, que son derechos reconocidos en la ley a todos los ciudadanos. Calificar la desconexión del respirador de Inmaculada como eutanasia es fruto de la ignorancia, del fanatismo o de la mala fe". La polémica sigue. Y yo no quiero alimentarla. Yo, con razón o sin ella, sencillamente me siento aliviado, porque estoy seguro de que Inmaculada sólo quiso liberarse, y se liberó, del infierno. A Inmaculada sólo le quedaba una mente lúcida, brillante, que añadía al sufrimiento de su cuerpo el sufrimiento de su memoria. Recordaba cómo a los 11 años ya se cansaba al andar. Tenía 17 años cuando se murió su padre; y 25, cuando perdió a su madre. No había olvidado la muerte de su hermana, desnucada, al caerse; ni la de su hermano, antes de que ella naciera. Y estaba marcada de forma especial, dramática, por la muerte de su compañero, en accidente de tráfico, dejándola desamparada, con un hijo, una criatura de ocho meses, que tuvo que dar en adopción... Con tanta muerte, ¿para qué vivir?

miércoles, 14 de marzo de 2007

UNIVERSITARIOS

Hace un par de días, comentando a conspiração propuesta por el profesor Mauricio García, se me ocurrió escribir aquello de que más universitarios sí, pero más modernidad también. Y algunos lectores no deben de haber entendido bien lo que quise decir, porque no son pocas las llamadas que he recibido de amigos y de ex alumnos, pidiéndome explicaciones. Quieren saber, sobre todo, dos cosas: si me opongo o no me opongo a que haya más estudiantes en las universidades, y qué significa eso de la modernidad. Respuestas: no me opongo, claro que no, sino todo lo contrario, a que todo el mundo tenga el derecho y la posibilidad de ir a la universidad; y con la palabra modernidad he querido referirme, y me refiero, sencillamente, a estar a la última, o cuando poco a la penúltima, en cuanto a progreso, libertad y justicia... Reconozco que la cosa es complicada y hasta polémica. No hay progreso, ni libertad, ni justicia, sin inteligencia cultivada y universalizada. Pero, al revés, la inteligencia cultivada y universalizada no es la panacea, si no encuentra el terreno abonado del progreso, de la libertad y de la justicia... Todos los males de América Latina están motivados por ese endemoniado círculo vicioso: la democracia no funciona, o funciona mal, porque la inteligencia y la honradez, por alergia, se mantienen demasiado alejadas del poder; y el poder es el que es, y cómo es, porque rechaza a la inteligencia y a la honradez, hasta el punto de obligarlas a emigrar... Si quienes mandan no son los mejores, el intento de mejorar es un ejercicio inútil, por no decir frustrante. Los mil sabios que América Latina necesita para llegar al siglo XXI, y que fueron formados en las propias universidades de la misma América Latina empobrecida, están casi todos en América del Norte y en la Unión Europea. ¿Casualidad? Los millones de latinoamericanos que sufren la amargura de la emigración en las calles y plazas del mundo desarrollado, no son analfabetos. En su mayoría son gente bien preparada, y por tanto, paradójicamente marginada. La tragedia de los jóvenes que abandonan África en pateras, jugándose la vida en mares espantosos, no está protagonizada por ignorantes, y sí por aquellos que, en teoría, podrían sacar al Continente Negro del abismo. Preguntas: ¿Para qué, entonces, aumentar de forma artificiosa el número de matriculados en las universidades de ciertos países? ¿Y cómo se explica que las universidades de América Latina sólo se dediquen a enseñar, y no, además, a promover de verdad el progreso, la libertad y la justicia? ¿La idea de universidad debe ser la misma en Suecia y en Brasil, por ejemplo? Si la inclusión ciudadana no es cosa de las universidades, ¿de quién es -de los sindicatos y de los partidos políticos?

martes, 13 de marzo de 2007

EL RETIRO

Se llama así, El Retiro, porque el conde duque de Olivares lo concibió para el "retiro" de los reyes -para que los reyes pudieran disfrutar de la Naturaleza, de las Artes y de la Belleza sin necesidad de soportar la fealdad y el mal olor de la plebe. La cosa era tan seria, que tuvo que llegar Carlos III, con su inteligencia, para que los madrileños pudieran pasear por aquel paraíso, "siempre y cuando llevaran la vestimenta apropiada". Y paseando que te pasea, las 120 hectáreas del parque maravilloso se fueron llenando de resonancias latinoamericanas: Puerta de América; Avenida de México; Plazas de Nicaragua, de Costa Rica, de El Salvador, de Guatemala, de Honduras; Paseos de Colombia, de Bolivia, del Uruguay, del Perú, de la República Dominicana, de la Argentina, de Chile, de Paraguay, de Venezuela, de San Pablo... No sé si ese San Pablo tiene que ver con el santo o con São Paulo, la capital paulista, porque la verdad es que en El Retiro se olvidaron un poco del Brasil. Pero, aunque no sean políticamente perfectos, aquellos jardines sí son una especie de sueño que hace soñar. Yo los conozco bien porque tengo la suerte de vivir al lado. Para mí, allí está lo mejor de Madrid. No me pierdo ni un solo concierto dominguero de la formidable Banda Sinfónica Municipal, cuando llega el buen tiempo, en el quiosco de la música. Y no puedo evitar la emoción cuando aquellos árboles gigantes en otoño se convierten en delirio de todos los amarillos imaginables, o en primavera hacen renacer la esperanza florida... Sin embargo, a El Retiro le faltaba realidad. Los sueños eran sueños y nada más que sueños. Hasta que, ahora, con la imparable inmigración, todo se hizo bruscamente verídico. Miles de ecuatorianos, peruanos, colombianos, legales e ilegales, con y sin documentos, deambulan por allí en busca de sí mismos. Grupos de brasileños hacen temblar las estatuas con sus frenéticas batucadas. Los días de fiesta, familias numerosas llegadas de los confines de los Andes, o del Caribe, se reúnen a comer comidas de su mundo lejano, a la sombra de los monumentos que recuerdan su historia. Muchachas de Bolivia, o de Paraguay, entristecidas, ayudan a madrileños ricos, envejecidos y enfermos, a pasear junto al lago. Una multitud de niños, con caritas distintas y acentos del otro lado del Atlántico, juegan con juguetes baratos, sin llegar del todo a divertirse... Y todo eso amenazado por una incertidumbre que está y no está, que se percibe y que no se percibe. Porque en El Retiro no sólo se refugia el desencanto de los latinoamericanos. Aquello es un resumen del mundo real. Allí también se refugia la desesperación de los que vinieron de continentes desconocidos. Allí hay de todo. Hasta droga y delincuencia. Pero es tanta la belleza de aquel parque, que uno, a veces, tiene la impresión de que la vida vale la pena.

lunes, 12 de marzo de 2007

UNA CONSPIRACIÓN

Mauricio García, ilustre profesor paulista, una de las personas que más sabe de Enseñanza Superior en el Brasil, ha tenido la amabilidad de escribirme para proponerme una conspiración: uma conspiração para o bem do Brasil... Según sus cálculos, al gran país sudamericano le faltarán unos tres millones de estudiantes universitarios para alcanzar en el año 2010 las previsiones del propio Gobierno federal. Y como esas previsiones ya son raquíticas, el futuro de los brasileños parece poco brillante. Habría que plantearse, por tanto, la tal conspiración o algo parecido. Pues, de lo contrario, cuando el 2010 llegue llegará con él el gran fracaso. ¿Usted, querido lector, está dispuesto a conspirar para que lo peor no suceda, allá, en las tierras de mis sueños? Yo he conspirado, en el buen sentido que Mauricio García sugiere, y él lo sabe. Y ahora mismo, de milagro -o tal vez por desgracia-, no estoy viviendo en São Paulo para seguir conspirando por el bien del Brasil. Brasil tiene remedio. Todo tiene remedio en el Brasil. Pero alguien, allá, de allí, tiene que liderar de una vez el salto definitivo hacia la modernidad. Sin modernidad, ¿para qué sirve el conocimiento superior? ¿Para sentirse frustrado? ¿Para ver la nada con más claridad? Lo que quiero decir, lo que estoy diciendo, es que hay que apoyar, sí señor, a Mauricio García. Pero no sólo para matricular a más estudiantes universitarios. También para llevar hasta el siglo XXI, como simples ciudadanos de pleno derecho, a millones de jóvenes brasileños que se quedaron parados, sin aliento, en medio de su propia desolación. Mauricio tiene la palabra. Y ustedes, lectores que me leen con tanta paciencia, tienen el e-mail de Mauricio: mauricio.garcia@mgar.com.br

SE VENDE

Desde finales de enero, de repente, y de forma cada vez más intensa, España se está empapelando con cartelitos que dicen Se Vende. Ya es difícil encontrar, en cualquier lugar de la patria inmobiliaria, algún edificio que no esté señalado por esos letreros en negro y rojo, que ponen al descubierto el ansia de vender lo que parecía invendible. Hasta mi barrio, de casitas románticas habitadas por artistas, está a la venta. Quién lo diría. Qué sorpresa, descubrir que los famosos del cine y del teatro también eran y son especuladores. Porque resulta que lo que estamos viendo no es otra cosa que especulación: miles, millones de propietarios, estaban calladitos, frotándose las manos con la subida salvaje de los precios; y ahora que los precios tienden a bajar, quieren vender de prisa y corriendo. La cosa tiene su cosa. Pues estamos hablando de que en este país hay tres realidades que se contradicen: por un lado, millones de casas antiguas vacías; por otro, millones de casas nuevas, también vacías; y por otro, millones de personas que "no encuentran" casa. Menos mal que el gobierno socialista, siempre tan caritativo, tuvo a bien crear el Ministerio de Vivienda (que no de la Vivienda, ojo) y poner de ministra nada menos que a María Antonia Trujillo, un encanto de mujer, guapa, morena, nacida en Peraleda del Zaucejo, en Badajoz, que es tierra de gente lúcida y solidaria. La señora Trujillo lo tiene claro. De cuando en cuando sale por la tele y explica con increíble precisión lo que da vueltas en su cabeza. Dice ella -y lo dice con conocimiento de causa- que no hay que preocuparse: que eso de "no encontrar" casa será cosa del pasado, cualquier día de cualquier mes y año por venir, porque, para eso, su infalible Ministerio está tomando un chorro de medidas que van a maravillar sobre todo a los jóvenes, antes de que se pongan viejos.

domingo, 11 de marzo de 2007

ANIVERSARIO DEL 11-M

Hoy se cumplen tres años. El día anterior, 10 de marzo, yo había ido a Toledo con Mercedes Izquierdo, a una reunión de trabajo. Regresamos bastante tarde. El último tren para Puertollano ya había salido, y mi amiga, que debería seguir para la ciudad castellano-manchega, tuvo que quedarse a dormir en Madrid. Pero se levantó temprano, y a primera hora ya estaba de nuevo en la estación de Atocha, dispuesta a completar el viaje que tenía programado. Y fue entonces cuando su teléfono móvil se quedó mudo. La llamé cien veces para preguntarle cómo había pasado la noche y para desearle suerte, y no me contestaba. Preocupado, intenté llamar a otros teléfonos móviles, y ninguno funcionaba. Madrid, por algún motivo, no funcionaba. Funcionaba, eso sí, la radio. Y por la radio supe lo que había sucedido -lo que estaba sucediendo: unos criminales monstruosos habían hecho estallar varias bombas, en varios trenes de cercanías. Mientras contaban los muertos, que al final fueron 191, y los heridos, que llegaron a 1.824, los políticos mintieron como nunca habían mentido. La mañana se hizo eterna. Madrid perdió la confianza en sí misma. Las calles se quedaron vacías. Un silencio impregnado de miedo y de tristeza me hizo llorar... ¿Mercedes estaría entre los muertos, o entre los heridos? Ya era mediodía cuando fue mi móvil el que sonó. Y no, Mercedes no había muerto. Estaba viva, con heridas de escasa consideración, pero hablando como si hablara desde un infierno improvisado. Para entenderla tuve que hacer un gran esfuerzo. Hasta que, recomponiendo sus palabras, pude enterarme de lo esencial: de que había intentado salvar a un muchacho hecho pedazos; de que seguía con el pelo lleno de cristales rotos; de que, en vez de huir por el túnel del Metro en dirección a Sol, que era lo más lógico, había huido en dirección a Pacífico; de que había perdido todo lo que llevaba, incluidos los libros y los discos que habíamos comprado veinte horas antes; de que, por algún misterio, ahora se encontraba viajando en un autobús que, "tal vez", fuese para Ciudad Real... Terrible: la barbarie islamista no sólo mató, no sólo hirió, no sólo rompió centenares de familias. También trastornó a la España democrática. Desde entonces -desde hace tres años- la derecha que en aquel momento gobernaba, y que no fue capaz de evitar la masacre, arremete con odio contra la izquierda que legítimamente la sustituyó en el poder. A esa derecha trastornada le duele más no mandar, que asistir a tanto sufrimiento.

sábado, 10 de marzo de 2007

CARIOCAS Y PORTEÑOS

Muchos comentaristas deportivos españoles suelen decir que el Brasil es "el país carioca"; que la Selección brasileña es "la Selección carioca"; que los brasileños sencillamente son "cariocas". Y dicen también, con frecuencia, que los argentinos, sean de donde sean, son "porteños". A mí, la ignorancia implícita en esa forma de decir me hace daño. Pero, para calmarme, mi amigo Antonio Martín, catedrático de sociología, no deja de advertirme que en todas partes cuecen habas: que todavía, en muchos países de América Latina, a los españoles de la Península los llaman "gallegos", y a los de Canarias "isleños", como si en el mundo no existieran más islas. La cuestión da para un extenso debate: para mil análisis culturales y sicológicos. Pero la dejo ahí, como está, para una simple reflexión por parte de quienes se sientan afectados.

viernes, 9 de marzo de 2007

IBEROAMÉRICA

Si la Comunidad Iberoamericana de Naciones fuese una realidad políticamente consolidada, ni el presidente Bush ni el presidente Chávez andarían por América Latina predicando la nada, por no decir el oportunismo. Pero no, los que hablamos español y portugués no acabamos de ver ni de entender lo que podríamos ser, aquí y ahora, si, sencillamente, dejáramos de lado el gusto por la grandilocuencia y nos pusiéramos a trabajar, en serio, para construir un gran mercado: una gran alternativa Sur-Norte/Norte-Sur. Las Cumbres Iberoamericanas que se celebran anualmente no son precisamente una pérdida de tiempo, pero tienen algo de inconsistentes, de cosa antigua, de ceremonia sobrepasada en su estética de salón y en sus discursos decimonónicos. Y tanto desencuentro con la realidad no se puede remediar con la simple existencia de la Secretaría General Iberoamericana, que hay que aplaudir, pero sin engañarnos: sin llegar a creer que el Secretario General, Enrique V. Iglesias, puede hacer solito los milagros que no hacen los gobiernos, los pueblos, la prensa... Resulta increíble. Sólo en España viven cinco millones de iberoamericanos llegados del otro lado del Atlántico. Sólo España ya invierte en América Latina mucho más de lo que se necesita para tomar conciencia de lo que realmente nos une, con independencia de la historia y de la cultura. Y todo eso sigue sin contar con una Prensa propia, que lo analice, aclare y divulgue, de forma suficiente, consciente y continuada... Si sólo existe lo que se comunica, en Iberoamérica estamos en el limbo, por falta de comunicación. Y no sólo de comunicación. También de conocimiento. Seguimos organizando las Cumbres Iberoamericanas sin que nadie ponga sobre la mesa el proyecto de una verdadera Universidad Iberoamericana. Para saber de verdad lo que somos, cómo somos, dónde estamos y para dónde vamos, todavía tenemos que ir a las universidades del país del señor Bush. ¡Y Chávez, atrevido, queriendo ser Bolívar!

QUE ME DEJEN EN PAZ

Tengo un amigo, de nombre José da Nóbrega, que habiendo nacido, crecido y vivido en el Piauí, en el Nordeste más pobre del Brasil, casi en el fin del mundo, un día tuvo la clara impresión de que, pese a todo, se encontraba demasiado cerca de lo que llaman civilización. Y se mudó para Porto Velho, capital del joven Estado de Rondonia, justo del otro lado del gigantesco país, por el oeste, pegado a Bolivia. Se mudó para nada, porque la burocracia, la política, los aviones e Internet ya llegan a todas partes. Pero la intención fue buena. Mudarse le sirvió, al menos, para sentir que estaba vivo: para comprobar que no había perdido la noción de lo razonable... Les cuento esa historia, así, sin rodeos ni gracia, para confesarles enseguida la envidia que siento. Pues yo no tengo al alcance de mis sueños un Porto Velho verdadero, que esté lejos lejísimo, en la inmensidad amazónica, y que me permita distanciarme del cansancio que me aburre, o del aburrimiento que me cansa, que tanto monta. Yo, por algún enfado del destino, estoy condenado a vivir en el epicentro capitalino de la España desquiciada del 2007. Pongo la televisión, y me sale el ministro Rubalcaba explicando lo inexplicable. Pongo la radio, y me sale el secretario general del PP, Acebes, queriendo que alguien le explique lo que él tendría que explicar y no explica: la matanza de Atocha, que como ministro del Interior no evitó, y de la que, al parecer, no se siente culpable. Abro el periódico, y me encuentro con Zaplana dando lecciones de democracia y de honradez. Me voy a mi parque preferido, la Quinta de la Fuente del Berro, para aislarme de tanta contradicción, y me encuentro con cuarenta grupitos de jubilados que sólo hablan de cuatro cosas: de las maldades del presidente Zapatero, que por lo visto trabaja para ETA; de la corrupción generalizada; de los disparates del Real Madrid, que no da una en el clavo; y de las manifestaciones convocadas por Rajoy para salvar la patria de la opresión vasca... Y no sé qué hacer. Pues se acercan las elecciones, y los parlamentarios que no cesan de insultarse en el hemiciclo vienen a decirme que debo confiar en ellos, porque ellos son los mejores, y sólo ellos podrán hacerme feliz. Creen que la gente se chupa el dedo. Como lo creen, de forma parecida, los que se mueven en la esfera de la política municipal, cada vez más contaminada por ladronzuelos que no se sonrojan al predicar lo que ignoran y prometer lo que jamás cumplen. Si esto es democracia, que venga Dios y lo vea. Porque yo no quiero verla ni escucharla. Que no me la cuenten, por favor. Que me dejen en paz. Que no me obliguen a seguir buscando un Porto Velho en el mapa.

jueves, 8 de marzo de 2007

BALOMPÉDICOS

Podríamos hablar de muchas cosas: de lo que ganan los futbolistas, de lo que dicen los entrenadores, de la violencia en los estadios, del poder de los árbitros, del mal ejemplo que lleva a creer que triunfar es lo mismo que meter gol, de los pecados de la prensa especializada, de la idea equivocada de que lo deportivo tiene algo que ver con el respeto y la lealtad... Pero perderíamos el tiempo. Lo perderíamos, porque está claro que la gente prefiere el fuera de juego a la razón cotidiana. Y por eso, aquí, ahora, yo sólo voy a entrar en lo de la indumentaria: en la forma de vestir de los balompédicos, cuando viajan, o cuando van a ver jugar, y no precisamente a jugar. Los entrenadores, por lo general, visten sus mejores trajes cuando van con sus equipos a enfrentarse a sus rivales. Es como si fuesen a una boda o a intervenir en algún parlamento. Se ponen corbatas de seda, carísimas, sin acertar en los nudos, que muchas veces recuerdan la horca de Bagdad. Y calzan zapatos de etiqueta, que acaban destrozando al darle patadas al césped cercano. Yo sufro mucho cuando, a veces, los veo por televisión. Pues, la verdad, los entrenadores me desconciertan. No entiendo por qué se visten de novios o padrinos para ir a los estadios, y entiendo menos por qué usan chándal para ir a ver al alcalde, al gobernador o al rey... Y los jugadores, pobrecitos, me dan pena penita cuando los veo en los aeropuertos o en las estaciones ferroviarias, vestidos de aquella manera, con trajes repetidos, iguales, que a los bajitos les quedan grandes y a los más altos les quedan por los tobillos. Quien los viste así, tan ridículos, y de forma tan incómoda y contradictoria, seguramente los odia. Pues no tiene sentido que a muchachos que ganan fortunas, y que son adorados por las multitudes descamisadas, los quieran confundir con los conserjes de cualquier ministerio silencioso y en penumbra. Pero claro, a estas alturas habría que hacerse la pregunta del siglo: ¿Qué es peor, manipular a los balompédicos por fuera, con esas vestimentas que los convierten en seres sin personalidad, o manipularlos por dentro, acercándolos a la política, cuando los suben a gritar tonterías en los balcones de los ayuntamientos, o a la religión, cuando los llevan a ponerse de rodillas ante las Patronas de los lugares que se quedan con las copas?

miércoles, 7 de marzo de 2007

HOTEL PALACE


Al hotel Palace nunca le tuve mucha simpatía. Conociendo su historia, nunca le perdoné a su fundador, Georges Marquet, el empeño en que el edificio de la Carrera de San Jerónimo se pareciese tanto al hotel Negresco, de Niza, también inaugurado en 1912, por la simple rivalidad con el rumano Henri Negresco en los negocios de ambos en la Costa Azul. Y nunca llegó a gustarme que el mismo Marquet hiciera lo que hizo para quedarse con el cercano hotel Ritz, dividiendo la clientela que su grupo controló en Madrid hasta 1977 en "selecta" y en "cosmopolita". Los reyes y presidentes de Gobierno iban al Ritz, y al Palace iban Picasso, Buster Keaton, Dalí, Gary Cooper, Sofía Loren, Rubinstein, Luciano Pavarotti, García Lorca, Hemingway, etc. Pero reconozco que el Palace no es una broma, en ninguún sentido. Empezando porque fue el primer edificio construido en hormigón armado, y el primer hotel de la capital que incorporó cuarto de baño y teléfono en cada una de sus 800 habitaciones, gracias a los fontaneros ingleses. Y terminando por su extraño parentesco con la política y con el poder: no sólo está frente al Congreso de los Diputados, sino que, durante la Guerra Civil, fue sede de la Embajada soviética y hospital militar; y en 1973 alojó a la sin par Embajada de la República Popular China. Además, y por si fuera poco, el Palace está levantado sobre los 6.000 metros cuadrados que fueron solar, hasta 1895, del palacio de los duques de Medinaceli. Y por eso sigue siendo vecino del Cristo del mismo nombre, que sigue haciendo milagros a sus espaldas, en la calle de atrás: uno introduce una moneda de consideración por la ranura de la columna que lo mantiene, y ésta sube despacito, sin dejarse ver más de lo debido, sin que parezca cosa mecánica, como si el Señor atendiera el deseo y el llanto de los fieles que imploran lo imposible... En todo caso, de lo que quiero hablarles es del bar: de aquel bar maravilloso, redondo, inmenso, cubierto con aquella vidriera de colores que parece un firmamento todavía no soñado. Allí servían los dry-martinis que Hemingway recuerda con nostalgia en su obra The Sun Also Rises. Y allí sirven ahora cualquier cosa embotellada, con gas o sin gas, en vaso o como en el campo. Sin embargo, he vuelto a frecuentar el bar del Palace, ahora que estoy más en Madrid y tengo un poquito más de tiempo, porque me lo pide el cuerpo sin saber por qué, y porque desde la mesita que hay detrás del piano, donde un canario despistado sigue tocando la música de Casablanca, puedo ver sin que me vean lo que de verdad está pasando en este mundo de zapatillas deportivas, pantalones vaqueros, políticos sin amor, chicas despeinadas y empresarios cabizbajos. Aquello, ahora, es como eran antes los barcos de emigrantes: un montón de gente fea, mareada, arrugada, intentando comer bocadillos de chorizo en elegantes salones con espejos y lámparas de cristal. Un contraste brutal entre la esperanza y la arquitectura: entre el ser y el estar. Y ahí, sin que la cabeza del pianista me lo impida, con frecuencia descubro a personas llegadas de archipiélagos perdidos, que beben y beben, pero sin poder reír, y que pagan con tarjetas de crédito oficiales u oficiosas; o a representantes del pueblo soberano, comprando besos perdidos, por favor, dame otro; o a señoras que dijeron en islas remotas que iban al médico de no sé qué especialidad, y acabaron en la suite del tercero, que nadie me despierte, porque puede ser mi marido. La mitad del hotel suele estar ocupada por parejas japonesas que vienen a casarse juntas, por docenas, "a la española". Se visten como los novios de Chamberí, se retratan en la soberbia escalinata interior que da fama al Palace, van a la iglesia en autobús, y luego celebran la cosa comiendo paella, bebiendo vino con gaseosa, y bailando flamenco. La otra mitad la ocupa un universo gris, de ancianos centroeuropeos; corpulentos vendedores norteamericanos; agricultores andaluces; colombianos con gafas de sol, zapatos blancos y corbatas con muñequitos pintados; argentinos en busca de algo que se parezca a la suerte; diplomáticos del Congo; estudiantes alemanes; tenores italianos; y muchos, muchos, muchos simpatizantes del PP. Y no digo más, para que no le pregunten al pianista por mí, y éste, en un momento de debilidad, acabe delatándome: "¡El del pelo blanco, señora diputada!" "¡Aquel, el que está leyendo Le Monde al revés!".

martes, 6 de marzo de 2007

LA LUNA Y EL SOL

Una noche de luna llena, a las tantas, don Moisés nos despertó, gritando por mi padre, como si estuviese borracho, desde el silencio de la calle desierta. Pero no estaba borracho. Ni lo estuvo nunca, porque, cosa rara en La Villa, no bebía. El motivo del escándalo era el redondel inmenso, que casi podía tocarse con las manos, y que iluminaba todo, como si fuera de día, o como si hubiera, que no había, luz eléctrica. Don Moisés jamás había visto una luna llena, porque Madrid, de donde había llegado, debía de ser una ciudad deslumbrada por el progreso y la modernidad. Y se quedó maravillado al abrir la ventana y encontrarse de repente con aquella gigantesca bola blanca, que, de tan baja, parecía que rodaba sobre la negrura volcánica de Lanzarote. El buen hombre, que trabajaba como secretario del ayuntamiento, quería que mi padre fuera con él a caminar sin rumbo, disfrutando de aquel espectáculo increíble, hasta que el mismo se acabara. Pero mi padre, poeta de salón, prefirió seguir durmiendo y me mandó a mí a servir de guía improvisado por los caminos del firmamento. Y fui yo, claro está, quien llevó al peninsular educado y bien vestido, que usaba zapatos de charol, hasta el filo del Risco de Famara. Lo llevé hasta lo más alto de la isla, tropezando durante horas en el pedregal interminable, porque la Luna estaba allí, a pocos metros de la imaginación, esperando por nosotros, como si nosotros fuésemos los primeros astronautas de la historia. Y el mar estaba lejos, por debajo de nuestros pies, negro, brillando con un brillo que llegaba hasta América. La emoción era tan intensa, tan fuerte, que no pudimos hablar hasta que el día nos sorprendió por la espalda, al amanecer. Y entonces, con una especie de celos, don Moisés me dijo que sí, que nunca podría olvidar aquella luna llena tan espectacular. Pero que, sin embargo, y si a mí no me importaba, tampoco olvidaría las maravillas de la Puerta del Sol. Porque, por lo visto, y según me contó mi acompañante, el centro del mundo era la Puerta del Sol, que estaba en Madrid. Y, desde aquel instante, yo pasé a vivir con la idea de que Madrid no era la capital de España por casualidad. Era la capital, eso sí, mire usted qué casualidad, porque sólo allí había una puerta para llegar al mismísimo Sol...

lunes, 5 de marzo de 2007

DEMOCRACIA VERTICAL

Cuando Franco convocó el referéndum del 47 para hacer de la patria un reino, yo era un adulto prematuro: un niño de pantalón corto con el alma envejecida. Y me mandaron, acompañado de un guardia municipal y de un saco de propaganda, a organizar los comicios en la isla de La Graciosa. Y en La Graciosa nadie había oído hablar de elecciones, ni había electores, porque los hombres, todos pescadores, estaban en la mar, y porque las mujeres, como de costumbre, estaban en sus casas, alejadas de cualquier evento callejero. Me encontré solo ante el peligro. No podía comunicarme con Lanzarote, porque no había teléfono, y no podía suspender la votación, por el pánico a defraudar al Caudillo. Opté por falsificar la ceremonia, supuestamente cívica. Seguí las normas, la ley, al pie de la letra. Rellené todos los impresos. Levanté acta. Firmé todo, por todos los que tenían que firmar, con mil firmas que inventé sobre la marcha. Y cerré y lacré el sobre sagrado, con los resultados históricos: 90% de comparecencia, 100% de votos afirmativos... Pero con el cansancio y la comilona que nos ofreció el alcalde pedáneo, el guardia y yo nos quedamos dormidos en sendos colchones de plumas de pardela. Se hizo de noche, y, con un repentino temporal del este, no había barco, ni grande ni pequeño, que pudiera llevarnos de vuelta a Lanzarote. El sobre no estaría en el ayuntamiento cuando tendría que estar y Franco no sabría, allá en Madrid, en tiempo y forma, que los habitantes de La Graciosa, como todos los habitantes de toda España, también estaban de su lado... ¡Una desgracia! "¿Me fusilarán?" -le pregunté al guardia. Y el guardia dudó: "Nunca se sabe" -me dijo. Llegamos al ayuntamiento, que estaba en La Villa, en Lanzarote, al mediodía del día siguiente. Y el secretario, que entonces era Pepe Bonilla, me estaba esperando con un afecto impropio de su indiferencia crónica. Mal sunto -pensé. Pero no. Le conté lo que había pasado y no se inmutó. Cogió el sobre y lo tiró a la papelera. Y me dijo: "No te preocupes. Yo ya sabía que de La Graciosa, con votación o sin ella, ni se podía regresar a tiempo, ni informar a tiempo. Y por eso preparé aquí mismo los resultados oficiales. Toma nota: oficialmente, en tu mesa hubo una comparecencia del 94%, con 98% de votos favorables y 2% nulos. ¿De acuerdo?" "De acuerdo" -le dije.

MUNDOLOGÍA

Don José Spínola era un hombre pálido y educado que vivía con las hermanas, doña Esperanza y doña Manuela, en aquella casa de dos pisos donde me enseñaron ética, estética y canto gregoriano. Era un hombre enfermo de una enfermedad misteriosa que nadie mencionaba ni explicaba. Y, después de haberle dado muchas vueltas al mundo, ahora ni siquiera bajaba al patio florido. Pasaba el tiempo metido en su habitación, en la parte de arriba. Cuando mucho iba hasta el salón contiguo, donde daban clases de teatro y pintura, y allí permanecía un rato, sentado en el sillón de mimbre, sin molestar a nadie, y sin hablar, a menos que alguien hablara primero con él. Y cuando hablaba daba gusto escucharle, porque hablaba como debían de hablar los príncipes, con palabras precisas y tono comedido. Para mí, don José fue el inventor de la palabra pues. Así lo creo, de verdad, aunque no pueda negar que la gente ya decía pues, a veces, desde siempre. Pero era como si no la dijeran. Primero, porque no significaba nada. Segundo, porque pasaba desapercibida. Se podía decir y se decía "pues que suba", "pues que espere", "pues ya lo veremos", pero el pues desaparecía del mensaje. Lo que quedaba y se entendía era simplemente "que suba", "que espere", "ya lo veremos". Hasta que llegó don José, con su cultura sutil, desarrollada en otras latitudes, y empezó a decir lo mismo, pero al revés: "que suba, pues", "que espere, pues", "ya lo veremos, pues". Y el pues, dicho así, al final, y con la pausa de la coma dándole importancia, se transformó en palabra respetable, sobresaliente, que había que tener en cuenta, por narices, porque si no la frase no se acababa. Las consecuencias fueron tan grandes, la gente se sintió tan afectada, que don José pasó a ser conocido, para siempre, como Don Pues.

SUEÑOS IMPERIALES

En todas las tiendas del pueblo, por fuera del mostrador, donde menos pudiera molestar, había siempre una banqueta, o cosa parecida, esperando por Maestro Pepe. Él llegaba, se sentaba, pedía una bandeja de huevos duros, un salero, una copa de coñac, y otra, y otra, y otra, y allí parmanecía horas y horas, hablando con la gente, hasta que la bandeja se vaciara, el tiempo se acabara, o la conversación no diera más de sí. Porque emborracharse, lo que se dice emborracharse, y quizá por los muchos huevos que comía, nunca se emborrachaba. Bebía mucho, sí, pero además de no emborracharse despreciaba a los borrachos. Increíble. Lo que se hablaba entre Maestro Pepe, las dependientas y las clientas o clientes, nunca dejaba de ser cosa seria, y hasta trascendente. El viejo sabía de todo. Había sido secretario del ayuntamiento durante décadas. Y había estado en la guerra de Filipinas. O contestaba a las preguntas que le hacían sobre lo divino y lo humano, o ilustraba a los vecinos, por iniciativa propia, sobre los misterios del mundo y de la vida. Sobre la guerra de Filipinas seguía teniendo mucho que decir, después de tantos años. Decía, por ejemplo, que el Ejército español había experimentado allí, pese a su derrota, algunos de los adelantos militares que después harían definitivamente poderoso al Ejército norteamericano. Entre esos adelantos, Maestro Pepe recordaba dos, de forma muy especial: la utilización de periódicos como escudos para desviar las balas enemigas, y el incendio de las aguas de los ríos, para cortarle el paso al enemigo, dejándolo aislado, del lado de allá... Y aclaraba: lo de los periódicos tenía mucho que ver con el uso del capote, en la lidia, por los toreros andaluces; y la técnica para conseguir que el agua de los ríos ardiera la habían desarrollado los especialistas en fuegos artificiales de Valencia...

domingo, 4 de marzo de 2007

LA EXISTENCIA DE DIOS

El obispo Pildain era famoso porque no dejaba cantar misa dónde y cuándo la gente organizaba bailes; porque condenaba el uso del biquini en las playas; y, también, cosa rara, porque alguna vez había desairado al Generalísimo. Yo lo conocí cuando fue a mi pueblo a bendecir la ampliación del cementerio. El cementerio de toda la vida se había quedado pequeño, construyeron otro justo al lado, por la parte de arriba, y aprovechando el desnivel del terreno hicieron una gran escalinata que unía por dentro los dos rectángulos amurallados. Y desde el escalón más alto de aquella escalinata, como si bajara del cielo, con sus ropajes al viento, con el mar de cruces a sus pies, Pildain consiguió estremecerme con una verdad como un templo: con la demostración inequívoca de la existencia de Dios.
-Ninguno de ustedes ha estado nunca en Roma. ¿Verdad que no? ¡¿Verdad que no?! -gritó Pildain con la voz y con los gestos de un auténtico profeta.
-¡Noooooo! -gritó la multitud.
-Pero todos ustedes saben que Roma existe y creen que Roma existe. ¡¿Verdad?! ¡¿Verdad?!
-¡Veeeerdad!
-Lo saben y lo creen -siguió vociferando el obispo- porque alguien se los ha dicho y porque yo se los confirmo. ¡¿Verdad?!
-¡Veeeerdad!
-Pues Dios también existe, y hay que creer que existe, por la misma razón: ¡Porque está escrito, y porque yo, vuestro obispo, doy fe de que existe!
Como siempre que me llevaban al cementerio, también aquella vez me enfermé. La espectacular escena del obispo que bajaba de los cielos y al mismo tiempo subía de entre los muertos, la confirmación de la existencia de Dios, el gentío, las tumbas, el polvo, el cansancio y el fuerte calor me dieron ganas de vomitar. Mareado y con un dolor de cabeza insoportable, mi madre me llevó a que la curandera, que por casualidad vivía cerca del cementerio, en el camino de bajada, me curara de sol: de una enfermedad que llamaban sol y que no era otra cosa que insolación. La curandera se encerró conmigo en un cuarto oscuro, me sentó en un taburete, rezó un rezo interminable mientras me sobaba el pelo con sus dedos de campesina, hizo un moño con mi cabellera, se lo metió en la boca, lo mordió con fuerza, tiró hacia arriba con violencia, mi cabeza estalló como una calabaza, y me curé... Y desde entonces, por algún motivo, me acuerdo del obispo cuando me duele la cabeza, y de la curandera cuando veo a un obispo.

EL COMUNISMO

El mundo, la vida, todo, era en blanco y negro. Del blanco de las casas al negro de la ropa sólo había gris: mil tonalidades de gris. No existía el verde, por ejemplo, porque las plantas y los árboles se habían secado. Ni existía el rojo, ni el amarillo, porque el sol había desteñido la bandera del ayuntamiento. En el interior de las iglesias, es verdad, se almacenaba mucha cosa dorada. Pero sin brillo, sin diferencia, porque la oscuridad ocultaba los colores. Y los santos, con sus mantos llamativos, no salían de procesión porque el viento lo impedía. Así de triste era la realidad, cuando mi madre, entusiasmada, me puso un jersey rojo, rojo rabioso, que a ella le parecía precioso y que alguien le había mandado de regalo, justo para mí. Al verme en el espejo sentí una incómoda mezcla de miedo y de vergüenza. Ser tan distinto, de golpe, encerraba peligros que se podían presentir pero no explicar. Y salir a la calle, de aquella manera, llamando la atención de forma tan provocativa, era algo que mi timidez crónica no soportaba. Pero mi madre insistió. Aquello, para ella, era una oportunidad de oro que le permitía salir de su desconsuelo: de su eterno querer y no poder. Ella sí estaba dispuesta a ser distinta, con un hijo distinto, para no seguir siendo menos. Y me obligó a ir hasta la esquina. Y me pidió por Dios y por María Santísima que la esperara un ratito, sólo un ratito, sin moverme, mientras ella iba a ponerse guapa para ir conmigo a misa. Fue un cuarto de hora terrible. A la gente que pasaba le costaba creer lo que estaba viendo. Algunos se reían de mí, como si yo fuera un loco o un payaso. Y un señor mayor, bien vestido, con gafas, conocido de mi padre, se detuvo a mi lado y me dijo susurrando, con disimulo: "¿Adónde vas así, disfrazado de comunista? ¡¿No te das cuenta, joder?!".

LOS INGLESES

Me encontré un papel escrito con palabras que no se podían entender. Se lo enseñé a mi padre, y mi padre me dijo que estaba escrito en inglés; que los ingleses escribían así; que hablaban de otra manera porque tenían otro idioma. Y me pareció un disparate. ¿Para qué, por qué tener otro idioma, si ya existía el castellano? ¿Por qué volverse locos inventando otra lengua, con lo difícil que era descubrir palabras nuevas? ¿O no eran palabras nuevas, sino las mismas del español pero con las letras cambiadas? Sí, tenía que ser eso. Porque un idioma distinto no era necesario, ni parecía posible. Pero la misma lengua, las mismas palabras con las letras colocadas de otra forma, quizá sí. Hice la prueba. Intenté, palabra por palabra, reordenar las letras que los ingleses habían puesto mal puestas. Y no. El resultado era todavía peor. Todo tenía menos sentido. Me sobraban o me faltaban letras, sistemáticamente. Y puntos. Y comas. Y acentos. Desconcertado, sin saber qué pensar, fui a consultar a Ricardo Machín, que por casualidad acababa de darle la vuelta al mundo en el Juan Sebastián Elcano, y podía saber, quién sabe, si era o no era verdad que los ingleses hablaban y escribían en inglés. Y Ricardo me dijo que sí, que era verdad. Y me explicó por qué: "Porque si ellos saben inglés y tú no sabes, los que mandan son ellos". Pero, evidentemente, podía suceder lo contrario: que los ingleses no supieran castellano, y que fuera yo, entonces, el que mandara. "No. Eso no sucede jamás" -me aclaró Ricardo. No sucedía, según él, porque todo dependía del lugar y de la importancia del lugar. Si el lugar valía la pena, la lengua era la inglesa, siempre. Y si el lugar no valía la pena, pero interesaba a los ingleses por alguna razón, los ingleses imponían el inglés o aprendían el idioma local. ¿Y no podía yo aprender el inglés en Inglaterra? Podía, si me empeñaba. Pero no serviría de nada, porque la importancia de Inglaterra ya estaba consolidada y controlada...

EL CENTRO DEL MUNDO

Aquel día no fue mi mejor día. En vez de mirar a ninguna parte, como siempre, dejé que el dedo del maestro, don Paco de Armas, me enredara la vista y me obligara a prestarle atención. Como si tuviera algo de magnetismo, el dedo temible desvió mi mirada hacia el mapa, mientras la voz ronca del dueño de la mano me ordenaba que señalara el Mar de Bering.
Por lo visto había un mar que se llamaba Mar de Bering, y el maestro, sin ninguna compasión, quería que yo supiera dónde estaba. ¿Bering? ¿Mar de Bering?
Yo sabía que vivía en una isla que estaba rodeada de océano. Y por eso me sentía lejos del mundo. Me sentía lejos porque presentía que nadie, desde el otro lado de la inmensidad líquida, sería capaz de encontrar en el mapa el pedacito de tierra que me aprisionaba. Pero si ahora me pedían que fuera yo, desde mi distancia, el encargado de encontrar el Mar de Bering, a lo mejor tenía que pensar al revés. ¿Qué mar estaba más lejos: el Atlántico, o el de Bering? ¿Lejos de dónde?
El dilema no era una broma. Pues podía ser que no fuera yo el que estaba lejos. Podía ser, incluso, que yo fuera el centro y no la periferia. Podía ser, también, que nadie estuviese cerca ni lejos. Podía ser que el mundo no fuera como yo había pensado hasta entonces.
La prueba de que el mundo no era nada nuevo, ni desconocido, ni ajeno, era el mapa colgado en la pared. Si alguien había hecho el mapa, es que alguien sabía dónde estaba cada lugar. Y sabiendo eso, nadie estaba perdido.
Sin nunca haber atravesado mar alguno, desde aquel momento empecé a dudar de que lo mejor fuese lo más próximo. Empecé a soñar con el bien que podía exirtir, por qué no, en otras latitudes.

EL IDIOMA

Era una casa dividida en dos viviendas, pero con un patio común, el del aljibe, al que las dos familias teníamos acceso. Por el lado de acá, con frecuencia, era yo quien iba a sacar agua. Y por el lado de allá, casi siempre, era Marujita la que entraba con sus cacharros y salía mojando el suelo. Y a veces, de tanto ir al brocal, coincidíamos. Y de tanto coincidir nos llegamos a tratar con tanta intimidad, que parecíamos hermanos, o cómplices.
Marujita era una niña preciosa. Y lista. Y deliciosamente mala. Sabía cosas que yo no sabía que alguien supiera. Y las decía con un desparpajo que a mí me sonrojaba. Sabía, por ejemplo, cómo se hacían los niños. Y sabía todos los nombres, científicos y populares, de la cosa de los hombres. Pero, en cambio, y de forma sorprendente, sólo conocía una palabra para referirse a la cosa de las mujeres: conejo.
Y como conejo era una palabra demasiado fea, además de inexacta, Marujita me propuso que fuera yo, como si yo fuera un hombre hecho y derecho, quien inventara un nombre más adecuado para nombrar lo que las hembras tienen y los machos desean.
Acepté el encargo sin saber que estaba aceptando un desafío. Inventar una palabra no era cosa sencilla y descubrir la dificultad fue para mí un hallazgo determinante. Comprendí de golpe, con asombro, el valor enorme del idioma. ¿Cómo se había inventado el idioma, con tantas palabras? ¿Quién lo había inventado? ¿Y en cuánto tiempo lo inventó?
Me sentí ridículo. Alguien había llenado la vida y los libros de palabras y yo no era capaz de solucionar un problema tan sencillo como el que me había planteado mi amiguita. Pasaban los días, las semanas, hacía listas, combinaba letras, y ni Marujita ni yo nos dábamos por satisfechos. Hasta que una noche, inquieto, sin poder dormir, me vino a la mente el vocablo milagroso: ¡Paquinto!
Cuando le dije a Marujita que lo que ella tenía entre las piernas se llamaba paquinto, casi se vuelve loca de alegría. Empezó dándole patadas a las macetas más pequeñas y terminó destrozando la enredadera, al querer trepar por ella. "¡Paquinto!", gritaba, "¡Qué maravilla!".

sábado, 3 de marzo de 2007

LA MEMORIA

La memoria del ordenador es impecable: o guarda, o no guarda, lo que se le dicta; o almacena lo que en ella se deposita, o no lo almacena si de ella se borra. Punto. Pero mi memoria no es tan perfecta. Ni guarda del todo ni olvida del todo. Ni almacena ni deja de almacenar. Lo que ayer había en ella, hoy es distinto. O no es. Y, por si fuera poco, no tiene registro de entrada ni de salida. Lo que archiva no lo mantiene ordenado, ni por épocas ni por importancias. Mi memoria es un caos. Lo que sale de mi memoria no es verdad ni es mentira. Y debe de ser por eso por lo que algunos editores se resisten a publicar lo que escribo. No me lo dicen claro, pero me lo dicen. Me dicen que vivo novelando mi propia realidad y que eso no es correcto ni interesante. Y yo, sin entender del todo el argumento, les pregunto: ¿De qué escriben los que escriben y publican? ¿Hay, de verdad, algún escritor que no novele lo que él mismo es, ha sido, piensa, sabe, siente o recuerda?

RAZÓN DE SER

Este blog se llama MARAVILLAS porque está pensado para escribir sobre un mundo maravilloso, que está ahí, y al que a veces no prestamos atención. No nos damos cuenta, por ejemplo, de lo divertido que puede ser un país como el nuestro, donde los españoles, que antes discutían de toros y de fútbol, ahora se pelean para demostrar que España no existe. Ni caemos en la cuenta -otro ejemplo- de la gran diferencia que hay entre lo animal y lo vegetal: los animales, incluidos los racionales, transforman en estiércol lo que comen; y los vegetales transforman el estiércol de que se alimentan, en flores, frutos y belleza... Si uno se fija, lo que no faltan son maravillas. Y por eso este blog. Estamos aquí para maravillarnos. Bendita sea Internet.