sábado, 17 de marzo de 2007

LA IMAGINACIÓN

Hablo de imaginación, y no de creatividad o de iniciativa, porque -así lo creo- la gran virtud de don Pepe Jota era la de imaginar, y no exactamente la de crear o iniciar. Les cuento: yo hacía poco que había regresado a España, después de muchos años de ausencia, y, la verdad, no sabía bien cómo funcionaban aquí los negocios. En teoría, mi trabajo consistía en dirigir una empresa tabaquera en Tenerife. Pero el dueño de la empresa, don Pepe Jota, que vivía en Las Palmas, con frecuencia me encargaba cosas rarísimas y desconcertantes, relacionadas con otras actividades. Y el 27 de diciembre de 1977 -nunca pude olvidarlo- me pidió que fuera con él a Madrid, para ayudarle a rematar "el negocio del siglo". Nos hospedamos en el hotel Eurobuilding. Cenamos, bebimos y hablamos. Pero, misteriosamente, en la larga y animada conversación no quiso decirme nada sobre el verdadero motivo de nuestra estancia en la capital, "para no ir con prejuicios a la reunión del día siguiente". Por pura casualidad, el día siguiente, 28 de diciembre, era el Día de los Inocentes. Madrid amaneció cubierto por medio metro de nieve. Entrar en el coche que habíamos alquilado, y manejarlo, no fue cosa fácil. Pero conseguimos llegar, puntuales, al lujoso barrio de La Moraleja, donde nos esperaba "un millonario". Don Pepe Jota conocía el camino y fuimos sin preguntar hasta la casa de una famosa presentadora de televisión, que era famosa, también, por ser la propietaria de un famoso restaurante situado en la plaza de la República Argentina. Riiiiiiing. Y apareció ella, la famosa, acompañada por él, el millonario. Entramos, y nos encontramos, como era previsible, en medio de una decoración cara y apretujada, propia de un nuevo rico. Saludos, risitas, fingidas amabilidades. Hasta que el millonario, don Pepe Jota y yo nos quedamos solos en el salón de la chimenea, presidido por un gran retrato de la dueña evidente del chalé, y nos pusimos serios. El primer minuto de silencio se hizo eterno. Don Pepe, que por lo general hablaba por los codos, sólo tomó la palabra cuando, incómodo, tuvo que apretarse el nudo de la corbata, y aprovechando el movimiento del cuello y de las manos le salió el discurso, que resumo aquí, ahora, para no aburrir al lector: la cosa consistía en una fórmula mágica para solidificar (que era mucho más que congelar) el agua del mar. Para construir un muelle, por ejemplo, no habría que recurrir a la penosa fórmula tradicional, de camiones, tractores, grúas, piedra, cemento. No. Bastaría con delimitar y solidificar el agua que seguramente ya estaría en el lugar. La complicada obra de ingeniería sería sustituída por una simple -y limpia- solución química. Pero había, estaba claro, que adelantar cincuenta millones de pesetas, al contado, para tranquilizar al químico, un marroquí de trato difícil, que no se fiaba de nadie...

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