martes, 13 de marzo de 2007

EL RETIRO

Se llama así, El Retiro, porque el conde duque de Olivares lo concibió para el "retiro" de los reyes -para que los reyes pudieran disfrutar de la Naturaleza, de las Artes y de la Belleza sin necesidad de soportar la fealdad y el mal olor de la plebe. La cosa era tan seria, que tuvo que llegar Carlos III, con su inteligencia, para que los madrileños pudieran pasear por aquel paraíso, "siempre y cuando llevaran la vestimenta apropiada". Y paseando que te pasea, las 120 hectáreas del parque maravilloso se fueron llenando de resonancias latinoamericanas: Puerta de América; Avenida de México; Plazas de Nicaragua, de Costa Rica, de El Salvador, de Guatemala, de Honduras; Paseos de Colombia, de Bolivia, del Uruguay, del Perú, de la República Dominicana, de la Argentina, de Chile, de Paraguay, de Venezuela, de San Pablo... No sé si ese San Pablo tiene que ver con el santo o con São Paulo, la capital paulista, porque la verdad es que en El Retiro se olvidaron un poco del Brasil. Pero, aunque no sean políticamente perfectos, aquellos jardines sí son una especie de sueño que hace soñar. Yo los conozco bien porque tengo la suerte de vivir al lado. Para mí, allí está lo mejor de Madrid. No me pierdo ni un solo concierto dominguero de la formidable Banda Sinfónica Municipal, cuando llega el buen tiempo, en el quiosco de la música. Y no puedo evitar la emoción cuando aquellos árboles gigantes en otoño se convierten en delirio de todos los amarillos imaginables, o en primavera hacen renacer la esperanza florida... Sin embargo, a El Retiro le faltaba realidad. Los sueños eran sueños y nada más que sueños. Hasta que, ahora, con la imparable inmigración, todo se hizo bruscamente verídico. Miles de ecuatorianos, peruanos, colombianos, legales e ilegales, con y sin documentos, deambulan por allí en busca de sí mismos. Grupos de brasileños hacen temblar las estatuas con sus frenéticas batucadas. Los días de fiesta, familias numerosas llegadas de los confines de los Andes, o del Caribe, se reúnen a comer comidas de su mundo lejano, a la sombra de los monumentos que recuerdan su historia. Muchachas de Bolivia, o de Paraguay, entristecidas, ayudan a madrileños ricos, envejecidos y enfermos, a pasear junto al lago. Una multitud de niños, con caritas distintas y acentos del otro lado del Atlántico, juegan con juguetes baratos, sin llegar del todo a divertirse... Y todo eso amenazado por una incertidumbre que está y no está, que se percibe y que no se percibe. Porque en El Retiro no sólo se refugia el desencanto de los latinoamericanos. Aquello es un resumen del mundo real. Allí también se refugia la desesperación de los que vinieron de continentes desconocidos. Allí hay de todo. Hasta droga y delincuencia. Pero es tanta la belleza de aquel parque, que uno, a veces, tiene la impresión de que la vida vale la pena.

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