martes, 6 de marzo de 2007

LA LUNA Y EL SOL

Una noche de luna llena, a las tantas, don Moisés nos despertó, gritando por mi padre, como si estuviese borracho, desde el silencio de la calle desierta. Pero no estaba borracho. Ni lo estuvo nunca, porque, cosa rara en La Villa, no bebía. El motivo del escándalo era el redondel inmenso, que casi podía tocarse con las manos, y que iluminaba todo, como si fuera de día, o como si hubiera, que no había, luz eléctrica. Don Moisés jamás había visto una luna llena, porque Madrid, de donde había llegado, debía de ser una ciudad deslumbrada por el progreso y la modernidad. Y se quedó maravillado al abrir la ventana y encontrarse de repente con aquella gigantesca bola blanca, que, de tan baja, parecía que rodaba sobre la negrura volcánica de Lanzarote. El buen hombre, que trabajaba como secretario del ayuntamiento, quería que mi padre fuera con él a caminar sin rumbo, disfrutando de aquel espectáculo increíble, hasta que el mismo se acabara. Pero mi padre, poeta de salón, prefirió seguir durmiendo y me mandó a mí a servir de guía improvisado por los caminos del firmamento. Y fui yo, claro está, quien llevó al peninsular educado y bien vestido, que usaba zapatos de charol, hasta el filo del Risco de Famara. Lo llevé hasta lo más alto de la isla, tropezando durante horas en el pedregal interminable, porque la Luna estaba allí, a pocos metros de la imaginación, esperando por nosotros, como si nosotros fuésemos los primeros astronautas de la historia. Y el mar estaba lejos, por debajo de nuestros pies, negro, brillando con un brillo que llegaba hasta América. La emoción era tan intensa, tan fuerte, que no pudimos hablar hasta que el día nos sorprendió por la espalda, al amanecer. Y entonces, con una especie de celos, don Moisés me dijo que sí, que nunca podría olvidar aquella luna llena tan espectacular. Pero que, sin embargo, y si a mí no me importaba, tampoco olvidaría las maravillas de la Puerta del Sol. Porque, por lo visto, y según me contó mi acompañante, el centro del mundo era la Puerta del Sol, que estaba en Madrid. Y, desde aquel instante, yo pasé a vivir con la idea de que Madrid no era la capital de España por casualidad. Era la capital, eso sí, mire usted qué casualidad, porque sólo allí había una puerta para llegar al mismísimo Sol...

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