EL CENTRO DEL MUNDO
Por lo visto había un mar que se llamaba Mar de Bering, y el maestro, sin ninguna compasión, quería que yo supiera dónde estaba. ¿Bering? ¿Mar de Bering?
Yo sabía que vivía en una isla que estaba rodeada de océano. Y por eso me sentía lejos del mundo. Me sentía lejos porque presentía que nadie, desde el otro lado de la inmensidad líquida, sería capaz de encontrar en el mapa el pedacito de tierra que me aprisionaba. Pero si ahora me pedían que fuera yo, desde mi distancia, el encargado de encontrar el Mar de Bering, a lo mejor tenía que pensar al revés. ¿Qué mar estaba más lejos: el Atlántico, o el de Bering? ¿Lejos de dónde?
El dilema no era una broma. Pues podía ser que no fuera yo el que estaba lejos. Podía ser, incluso, que yo fuera el centro y no la periferia. Podía ser, también, que nadie estuviese cerca ni lejos. Podía ser que el mundo no fuera como yo había pensado hasta entonces.
La prueba de que el mundo no era nada nuevo, ni desconocido, ni ajeno, era el mapa colgado en la pared. Si alguien había hecho el mapa, es que alguien sabía dónde estaba cada lugar. Y sabiendo eso, nadie estaba perdido.
Sin nunca haber atravesado mar alguno, desde aquel momento empecé a dudar de que lo mejor fuese lo más próximo. Empecé a soñar con el bien que podía exirtir, por qué no, en otras latitudes.
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