domingo, 4 de marzo de 2007

EL IDIOMA

Era una casa dividida en dos viviendas, pero con un patio común, el del aljibe, al que las dos familias teníamos acceso. Por el lado de acá, con frecuencia, era yo quien iba a sacar agua. Y por el lado de allá, casi siempre, era Marujita la que entraba con sus cacharros y salía mojando el suelo. Y a veces, de tanto ir al brocal, coincidíamos. Y de tanto coincidir nos llegamos a tratar con tanta intimidad, que parecíamos hermanos, o cómplices.
Marujita era una niña preciosa. Y lista. Y deliciosamente mala. Sabía cosas que yo no sabía que alguien supiera. Y las decía con un desparpajo que a mí me sonrojaba. Sabía, por ejemplo, cómo se hacían los niños. Y sabía todos los nombres, científicos y populares, de la cosa de los hombres. Pero, en cambio, y de forma sorprendente, sólo conocía una palabra para referirse a la cosa de las mujeres: conejo.
Y como conejo era una palabra demasiado fea, además de inexacta, Marujita me propuso que fuera yo, como si yo fuera un hombre hecho y derecho, quien inventara un nombre más adecuado para nombrar lo que las hembras tienen y los machos desean.
Acepté el encargo sin saber que estaba aceptando un desafío. Inventar una palabra no era cosa sencilla y descubrir la dificultad fue para mí un hallazgo determinante. Comprendí de golpe, con asombro, el valor enorme del idioma. ¿Cómo se había inventado el idioma, con tantas palabras? ¿Quién lo había inventado? ¿Y en cuánto tiempo lo inventó?
Me sentí ridículo. Alguien había llenado la vida y los libros de palabras y yo no era capaz de solucionar un problema tan sencillo como el que me había planteado mi amiguita. Pasaban los días, las semanas, hacía listas, combinaba letras, y ni Marujita ni yo nos dábamos por satisfechos. Hasta que una noche, inquieto, sin poder dormir, me vino a la mente el vocablo milagroso: ¡Paquinto!
Cuando le dije a Marujita que lo que ella tenía entre las piernas se llamaba paquinto, casi se vuelve loca de alegría. Empezó dándole patadas a las macetas más pequeñas y terminó destrozando la enredadera, al querer trepar por ella. "¡Paquinto!", gritaba, "¡Qué maravilla!".

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