domingo, 4 de marzo de 2007

LA EXISTENCIA DE DIOS

El obispo Pildain era famoso porque no dejaba cantar misa dónde y cuándo la gente organizaba bailes; porque condenaba el uso del biquini en las playas; y, también, cosa rara, porque alguna vez había desairado al Generalísimo. Yo lo conocí cuando fue a mi pueblo a bendecir la ampliación del cementerio. El cementerio de toda la vida se había quedado pequeño, construyeron otro justo al lado, por la parte de arriba, y aprovechando el desnivel del terreno hicieron una gran escalinata que unía por dentro los dos rectángulos amurallados. Y desde el escalón más alto de aquella escalinata, como si bajara del cielo, con sus ropajes al viento, con el mar de cruces a sus pies, Pildain consiguió estremecerme con una verdad como un templo: con la demostración inequívoca de la existencia de Dios.
-Ninguno de ustedes ha estado nunca en Roma. ¿Verdad que no? ¡¿Verdad que no?! -gritó Pildain con la voz y con los gestos de un auténtico profeta.
-¡Noooooo! -gritó la multitud.
-Pero todos ustedes saben que Roma existe y creen que Roma existe. ¡¿Verdad?! ¡¿Verdad?!
-¡Veeeerdad!
-Lo saben y lo creen -siguió vociferando el obispo- porque alguien se los ha dicho y porque yo se los confirmo. ¡¿Verdad?!
-¡Veeeerdad!
-Pues Dios también existe, y hay que creer que existe, por la misma razón: ¡Porque está escrito, y porque yo, vuestro obispo, doy fe de que existe!
Como siempre que me llevaban al cementerio, también aquella vez me enfermé. La espectacular escena del obispo que bajaba de los cielos y al mismo tiempo subía de entre los muertos, la confirmación de la existencia de Dios, el gentío, las tumbas, el polvo, el cansancio y el fuerte calor me dieron ganas de vomitar. Mareado y con un dolor de cabeza insoportable, mi madre me llevó a que la curandera, que por casualidad vivía cerca del cementerio, en el camino de bajada, me curara de sol: de una enfermedad que llamaban sol y que no era otra cosa que insolación. La curandera se encerró conmigo en un cuarto oscuro, me sentó en un taburete, rezó un rezo interminable mientras me sobaba el pelo con sus dedos de campesina, hizo un moño con mi cabellera, se lo metió en la boca, lo mordió con fuerza, tiró hacia arriba con violencia, mi cabeza estalló como una calabaza, y me curé... Y desde entonces, por algún motivo, me acuerdo del obispo cuando me duele la cabeza, y de la curandera cuando veo a un obispo.

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