domingo, 4 de marzo de 2007

EL COMUNISMO

El mundo, la vida, todo, era en blanco y negro. Del blanco de las casas al negro de la ropa sólo había gris: mil tonalidades de gris. No existía el verde, por ejemplo, porque las plantas y los árboles se habían secado. Ni existía el rojo, ni el amarillo, porque el sol había desteñido la bandera del ayuntamiento. En el interior de las iglesias, es verdad, se almacenaba mucha cosa dorada. Pero sin brillo, sin diferencia, porque la oscuridad ocultaba los colores. Y los santos, con sus mantos llamativos, no salían de procesión porque el viento lo impedía. Así de triste era la realidad, cuando mi madre, entusiasmada, me puso un jersey rojo, rojo rabioso, que a ella le parecía precioso y que alguien le había mandado de regalo, justo para mí. Al verme en el espejo sentí una incómoda mezcla de miedo y de vergüenza. Ser tan distinto, de golpe, encerraba peligros que se podían presentir pero no explicar. Y salir a la calle, de aquella manera, llamando la atención de forma tan provocativa, era algo que mi timidez crónica no soportaba. Pero mi madre insistió. Aquello, para ella, era una oportunidad de oro que le permitía salir de su desconsuelo: de su eterno querer y no poder. Ella sí estaba dispuesta a ser distinta, con un hijo distinto, para no seguir siendo menos. Y me obligó a ir hasta la esquina. Y me pidió por Dios y por María Santísima que la esperara un ratito, sólo un ratito, sin moverme, mientras ella iba a ponerse guapa para ir conmigo a misa. Fue un cuarto de hora terrible. A la gente que pasaba le costaba creer lo que estaba viendo. Algunos se reían de mí, como si yo fuera un loco o un payaso. Y un señor mayor, bien vestido, con gafas, conocido de mi padre, se detuvo a mi lado y me dijo susurrando, con disimulo: "¿Adónde vas así, disfrazado de comunista? ¡¿No te das cuenta, joder?!".

0 comentarios:

Publicar un comentario

Suscribirse a Enviar comentarios [Atom]

<< Inicio