lunes, 5 de marzo de 2007

SUEÑOS IMPERIALES

En todas las tiendas del pueblo, por fuera del mostrador, donde menos pudiera molestar, había siempre una banqueta, o cosa parecida, esperando por Maestro Pepe. Él llegaba, se sentaba, pedía una bandeja de huevos duros, un salero, una copa de coñac, y otra, y otra, y otra, y allí parmanecía horas y horas, hablando con la gente, hasta que la bandeja se vaciara, el tiempo se acabara, o la conversación no diera más de sí. Porque emborracharse, lo que se dice emborracharse, y quizá por los muchos huevos que comía, nunca se emborrachaba. Bebía mucho, sí, pero además de no emborracharse despreciaba a los borrachos. Increíble. Lo que se hablaba entre Maestro Pepe, las dependientas y las clientas o clientes, nunca dejaba de ser cosa seria, y hasta trascendente. El viejo sabía de todo. Había sido secretario del ayuntamiento durante décadas. Y había estado en la guerra de Filipinas. O contestaba a las preguntas que le hacían sobre lo divino y lo humano, o ilustraba a los vecinos, por iniciativa propia, sobre los misterios del mundo y de la vida. Sobre la guerra de Filipinas seguía teniendo mucho que decir, después de tantos años. Decía, por ejemplo, que el Ejército español había experimentado allí, pese a su derrota, algunos de los adelantos militares que después harían definitivamente poderoso al Ejército norteamericano. Entre esos adelantos, Maestro Pepe recordaba dos, de forma muy especial: la utilización de periódicos como escudos para desviar las balas enemigas, y el incendio de las aguas de los ríos, para cortarle el paso al enemigo, dejándolo aislado, del lado de allá... Y aclaraba: lo de los periódicos tenía mucho que ver con el uso del capote, en la lidia, por los toreros andaluces; y la técnica para conseguir que el agua de los ríos ardiera la habían desarrollado los especialistas en fuegos artificiales de Valencia...

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