sábado, 27 de octubre de 2007

LAS TRECE ROSAS

En Madrid, entre la calle del Doctor Esquerdo y la M30, y al sur de la Plaza de Toros, hay un barrio sin gracia, de urbanismo atormentado y arquitecturas discutibles, sin parques ni plazas, sin aparcamientos, de vecindario tirando a clase media resignada, en el que, sin embargo, se encuentra una sorprendente urbanización de lujo, cerrada en sí misma, con piscinas particulares, garajes particulares, y abundante vegetación particular: un pequeño paraíso en el centro de un mundo sin pretensiones... Para más señas, puedo decir y digo que esa urbanización ocupa exactamente el triángulo que forman las calles del Marqués de Mondéjar, de Ramón de Aguinaga, y del Maestro Alonso... Y resulta que yo, durante algunos años, viví allí: en el piso más alto y con las mejores vistas sobre los techos de la capital, de aquel conjunto residencial de gente rica y de derechas... Tardé demasiado en saber que estaba viviendo en el mismo solar -y sobre el doloroso recuerdo- de la que había sido la espantosa Cárcel de Mujeres de Ventas. Cuando lo supe entendí las contradicciones que me rodeaban. Y comprendí, por ejemplo, el por qué mi coche dormía en un garaje tan largo, tan ancho, tan extraño, y tan inquietante. Era un garaje que debió de haber sido una formidable cámara de tortura. Allí mismo, tal vez, donde estaba mi coche, fueron torturadas las Trece Rosas jóvenes, rojas e inocentes. De allí, tal vez, las sacó la salvaje represión franquista, en la madrugada del 5 de agosto de 1939, con la guerra acabadita de terminar, para ser fusiladas junto a la tapia del cementerio de La Almudena. Las trece muchachas se llamaban Carmen Barrero Aguado, Martina Barroso García, Blanca Brisac Vázquez, Pilar Bueno Ibáñez, Julia Conesa Conesa, Adelina García Casillas, Elena Gil Olaya, Virtudes González García, Ana López Gallego, Joaquina López Lafitte, Dionisia Manzanero Salas, Victoria Muñoz García, y Luisa Rodríguez de la Fuente.

Tuve que ir a La Almudena para creérmelo: para ver con mis propios ojos el humilde monumento, con la placa barata, que recuerda discretamente la brutal matanza. Y cuando me lo creí, me mudé. Sigo viviendo relativamente cerca, en la parte romántica y florida de la Fuente del Berro, pero nunca, nunca, nunca más, volví a pasar por ninguna de las tres calles que rodean el fortín derechoso que quiso suplantar al espanto.

Pero ahora, con la película de Emilio Martínez-Lázaro, que no me gustó mucho, y con el libro de Carlos Fonseca, que no está mal, me han vuelto los escalofríos. No es para menos, sabiendo que mañana, domingo, 28 de octubre de 2007, serán beatificados en Roma unos ¡quinientos! mártires caídos del lado de allá, por Dios y por la Patria, en aquella maldita guerra de bárbaros.

jueves, 25 de octubre de 2007

DESMEMORIA

Mi amigo Anselmo, un sabio de la Sociología y de la Sicología, nació en un pueblecito remoto de la Castilla profunda y se crió en el seno de una familia sencilla y numerosa. La madre, un talento natural, era la maestra de la única escuela del lugar. Y fue con ella que Anselmo aprendió las primeras letras y las primeras nociones del mundo de aquel tiempo sobresaltado y escaso. Hasta que llegó a la adolescencia y lo mandaron, pobrecito, como a tantos niños españoles, inteligentes y sin horizontes, a estudiar para cura en un conocido seminario católico de la Extremadura extremadamente pobre. Allí permaneció internado, durante más de una década, compartiendo la insípida existencia con compañeritos caídos del cielo, adquiriendo una sólida cultura general, y descubriendo, in situ, las falsedades de la Fe... Aguantó lo que pudo. Aguantó más de lo que él mismo podría imaginar. Pero después de tanto aguantar, de tanto darle al latín, se aprendió bien aprendidos cincuenta verbos en alemán, y emigró por emigrar, yéndose del seminario con la única pena de dejar atrás a sus únicos amigos, o compañeros, o conocidos, de la juventud hasta entonces perdida... Atravesó la Península haciendo autoestop. Atravesó Francia de la misma manera. Y un buen día, una buena noche, se dejó caer de cansancio, y se durmió, en un extraño corral, al abrigo de unas vacas mansas. Aquello era Alemania. Y allí mismo encontró trabajo al amanecer, limpiando el corral, cuidando a los animalitos, antes de ir a cargar vigas de acero, para ganar un poco más y poder llegar a la categoría de profesor ilustre, en aquel amable país donde hablaban aquel idioma tan áspero y comían de aquella manera tan exagerada. Lo que no impidió que con el tiempo volviera -hasta los más fuertes pierden la cabeza alguna vez- para ser catedrático en la España franquista que tanto detestaba... Pasaron muchos años, y, "¡qué suerte!", le llegó la jubilación. Se alejó para siempre de la Universidad que lo decepcionó tanto como la Iglesia. Pero como todavía estaba lleno de energía y de lucidez, se dedicó a hacer las mil tonterías que tanta felicidad le daban y le dan, y que nunca antes pudo hacer. Y, entre esas tonterías, se le ocurrió localizar a los viejos seminaristas que habían sido sus compañeros o amigos. Pero, qué cosas tiene la vida, entre muertos y desaparecidos sólo consiguió localizar a uno de ellos, que, por increíble casualidad, había llegado a ser comisario de la Policía puntiaguda, y sí tenía, por tanto, la posibilidad de localizar a cualquiera... Localizaron a unos treinta y pico, de los que solamente dos habían logrado ser obispos, y tres, sacerdotes. Los demás se habían dispersado por el mundo real, terrenal, como comerciantes, traductores, publicistas, cirujanos, y hasta músicos de jazz... Y, claro, todos estuvieron de acuerdo en reunirse en Badajoz, un sábado de otoño, para verse, abrazarse, hablar, y cenar juntos... Y fue entonces cuando se encontraron con la desmemoria: a todos, los nombres de todos les sonaban de algo; pero no las caras... Por pura carambola, Anselmo se sentó justo al lado del que había sido su compañero de cuarto, ¡de celda!, durante diez años seguidos, y no lo reconoció. Ni éste lo reconoció a él. Pues le preguntó: "¿Y tú, tú quién eres?".

viernes, 19 de octubre de 2007

¿BOLIVARIANO?


¿Qué quiere decir Hugo Chávez, de verdad, cuando dice y obliga a decir Revolución Bolivariana, República Bolivariana, Constitución Bolivariana, Ejército Nacional Bolivariano...? ¿Qué es una revolución bolivariana: algo parecido al golpismo; algo parecido a la injerencia en asuntos ajenos; algo parecido al autoritarismo; o todo eso junto?

En todo eso, Hugo se parece a Simón. Pero no se parece en otras cosas: el famoso libertador de 1813 descendía de vascos ilustres; no tenía formación militar, aunque dirigió guerras; leía mucho a Locke, Rousseau, Voltaire, Montesquieu; fue masón y se creía liberal; viajó por Europa y conoció personalmente a Napoleón, a Humboldt...

Simón Bolívar nunca estuvo en Persia (Irán no existía...), ni nunca conoció a nadie que se llamara Alí Jamenei o Mahmud Ahmadineyad. El chándal de Fidel Castro le hubiera parecido horrible. Y los gorros de Evo Morales, insoportables...

La pregunta sigue, entonces, en el aire: ¿Qué quiere Chávez? ¿Quiere, por casualidad, "independizar" otra vez a las viejas colonias? ¿Quiere repartir la libertad, la igualdad y la justicia castristas entre todos los hermanos de América Latina? ¿O quiere importar, pura y simplemente, de una puñetera vez, las culturas avanzadas de la ex Unión Soviética y del mundo islámico?

Lo malo, señoras y señores, es que la Prensa del Occidente cristiano pone el grito en el cielo cuando a un periodista cualquiera le tocan el pundonor, y no dice nada, o casi nada, cuando un coronel en mangas de camisa le canta boleros desafinados, por emisoras públicas, a multitudes sin presente ni futuro.

EL CINE

No había forma de que en mi cabeza entrara la tabla de multiplicar. Imposible. La lógica de los números no cuadraba con mi inteligencia, o viceversa, por mucho empeño que yo pusiera en lograrlo. Y mis padres no lo entendían. Si hasta los niños más tontos aprendían a multiplicar, ¿cómo era posible que yo no aprendiera? Avergonzados de mí, mi padre y mi madre se pusieron de acuerdo y me encerraron en el cuarto vacío donde había estado el comedor. Me encerraron en serio, de forma indefinida, con el cuaderno de los números y con un orinal, hasta que les contestara desde dentro a las pruebas que me iban haciendo desde la antesala, a gritos. ¿Seis por siete, mi niño? ¿Y nueve por nueve? Pero resulta que el cuarto vacío era una cámara oscura. Y, en la oscuridad, yo no podía ver los números en la libreta. Y sin ver los números aprendía menos que viéndolos... La evidencia, sin embargo, tal vez por su misma negrura, no era reconocida ni por mi padre ni por mi madre. Y no daban el brazo a torcer. Cuando pasaron los días y vieron que me podía morir de frío y de inanición, lo único que hicieron fue darme una manta y traerme algo de comer, calentito, una vez al día, a la hora de cenar. Supongo que la hora era ésa, más o menos, porque cuando abrían la puerta también había oscuridad fuera de mi calabozo, aunque la verdad es que, poco a poco, fui perdiendo la noción de tiempo. Y fue entonces, cuando perdí esa noción por completo, cuando empecé a sentirme bien. Primero, porque sin medir el tiempo tampoco medía mi pena. Segundo, porque en vez de seguir sufriendo empecé a soñar sueños grandes. Tercero, porque en realidad no estaba solo. La puerta que daba a la calle estaba inutilizada con una tabla de lado a lado, para que no abriera. Y donde había tenido la cerradura tenía un agujero, por el que yo podía ver el exterior, con un ojo, como si estuviera espiando... Por aquel agujero, cuando el sol del mediodía caía inclemente sobre la tierra caliza de La Plazuela, entraba un chorro de luz, potente, que se reflejaba en la pared del fondo de mi cuarto oscuro. Y con la luz se reflejaba, además, pero de cabeza para abajo, todo lo que pasaba por la calle o en la calle existía. ¡Había descubierto el cine, desde dentro del cine! Para que fuera cine de verdad sólo tenía que encontrar la manera de que los burros, los perros, las personas, anduvieran de cabeza para arriba.

jueves, 18 de octubre de 2007

CUANDO SE ACABÓ LA INOCENCIA


Cuando la capacidad de trueque se agotó, porque ya no había nada más que pudiera intercambiarse entre los soldados y los vecinos del pueblo, unos y otros empezaron a intercambiar sus propias vidas: todos los militares solteros se casaron con todas las mujeres solteras del lugar, todas, y no eran pocas, sin que importara mucho la edad, la condición o la belleza.

Pero un día llegó la orden de regresar. La defensa de las Islas estaba por fin asegurada, y los militares desnutridos y harapientos debían volver a la Península. Y volvieron con sus mujeres, con las madres de sus mujeres, con las tías de sus mujeres, y con muchos hermanos de sus mujeres...

La Villa de Teguise volvió a ser triste y silenciosa, aunque un poco más limpia. El viento arreció. Muchas casas se quedaron vacías, con las puertas trancadas, quizá para siempre. El poco comercio que había se acabó. Los perros, abandonados y hambrientos, enloquecidos, iban de un lugar a otro, como sonámbulos, en busca de sus amas ausentes. Hasta que, decrépitos, empezaron a morirse delante de la iglesia, uno a uno, como si supieran que por allí andaba todavía el último recuerdo, o como si creyeran en la esperanza de la fe.

Entonces, con aquel viento y aquella soledad, con aquella nada tan grande, se acabó mi infancia para siempre, aunque, por edad, seguí siendo un niño. Jamás volví a jugar, a nada, con nadie.

HUEVOS

La relación con los soldados y con la miseria no siempre era desastrosa. María Severa, mi vecina, el mayor talento comercial que podría imaginarse, conseguía lo que nadie más era capaz de conseguir: ponerse rica con la pobreza. Resulta difícil de explicar, pero es cierto. Cuanto más crecía la pobreza de todo y de todos, más prosperaba el negocio de María Severa. En aquel pueblo, en aquel tiempo, María Severa tenía una tienda espectacular que vendía de todo, absolutamente de todo, desde aspirinas a máquinas de coser, pasando por pescado salado, frutas frescas y calcetines. Y nadie, nadie, tenía dinero... Como nadie tenía dinero, María Severa fiaba. Y cuando lo fiado pasaba de castaño oscuro, presionaba a las familias deudoras y las obligaba a pagar con relojes, porcelanas, anillos, antigüedades, que después revendía, a precios de mercado, y no de penuria, a unos caballeros bien vestidos y bien peinados, con coches de lujo y gafas de sol, que sólo ella conocía. El problema estaba, sin embargo, en que infinidad de deudas se saldaban con huevos. Los huevos se habían convertido en moneda corriente, porque las gallinas seguían poniendo, al no entender, pobrecitas, de cuestiones sociales, militares, políticas o económicas. Y en la tienda de María Severa siempre había una montaña de huevos: huevos y más huevos que no tenían salida, por motivos evidentes. Los únicos huevos que se vendían los compraban los soldados cuando les llegaba la paga, que no era todos los meses, ni daba para mucho. Y María Severa observó que se los tragaban crudos, a veces sin más, a veces con vino o con coñac. Estaba claro: sólo los desesperados, con miedo a la tuberculosis, hacían aquello. Y lo hacían así porque no podían hacer otra cosa. Pero, ah, sirviendo los huevos cocinados, y en condiciones, se podrían vender muchos más porque también se atendería a los soldados sencillamente hambrientos, que eran la inmensa mayoría, y no sólo a los asustados. Con esa idea, y aprovechando la trastienda que tenía medio vacía, María Severa abrió una especie de restaurante especializado en servir huevos fritos. Y, para servir al mayor número posible de soldados, tuvo en cuenta que el poder adquisitivo de cada uno de ellos podía ser distinto, aunque siempre fuese escaso. Y, así, la carta ofrecía tres posibilidades, con tres precios distintos: huevo frito completo; yema de huevo, frita; y clara de huevo, frita.

miércoles, 17 de octubre de 2007

GUERRA INCIVIL

Mi primo Antonio, que era el chico más guapo y más simpático del pueblo, se peleó con el maestro. Y decidió plantarle cara, haciéndole competencia: quitándole los alumnos. Y para quitarle los alumnos no se le ocurrió otra cosa que organizar un ejército. La ocurrencia, que ahora puede parecer un desatino, entonces tenía sentido. Pues La Villa se había convertido en un cuartel sin orden ni concierto, al haber sido ocupada por los veteranos que después de la llamada Guerra Civil siguieron prestando el servicio militar hasta la década de los cuarenta. El pueblo entero era un charco putrefacto de rancho de lentejas. Por el intercambio de miserias -uniformes por comida, botas por agua o jabón...-, ya no se sabía quién era soldado y quién no. Vida y promiscuidad eran la misma cosa. Y los niños, en vez de jugar a tonterías infantiles, jugaban a lo que veían: a perseguir al enemigo invisible, a veces con munición reglamentaria. El cuartel general lo instaló mi primo en la parte trasera de su casa, en ruinas, para que el parecido con el frente de batalla fuera acojonante. Y no lo instaló en el castillo de Guanapay, porque, al estar éste en lo alto del campo de tiro real de los militares verdaderos, podía suceder cualquier cosa, cualquier cañonazo, que llevara a otra guerra civil. A la hora de alistarse, los chicos tenían que someterse a procedimientos crueles. Para ser soldado raso había que tenderse en el centro de la calle, a lo largo, y dejar, sin mearse de miedo, que el camión de Rafael Robayna pasara por encima. Para ser suboficial había que hacerse tantos cortes, con una botella rota, en las piernas o brazos, como galones correspondieran. Yo fui sargento y todavía tengo la cicatriz en el tobillo. Para ser oficial, la cosa era dificilísima: había que conseguir evacuar el vientre sin que, mientras tanto, se derramara una sola gota de orina... Por muy salvaje que todo aquello pudiera parecer, más salvaje era lo que sucedía con los que no se alistaban: con los que optaban por seguir yendo a la escuela. A éstos se les asignaba un cupo de comida o dinero, que tenían que conseguir dónde fuera y cómo fuera, incluso robando, y que debían entregar en el cuartel general en día y hora prefijados. Si no cumplían, recibían palizas proporcionales al incumplimiento. La gracia de tanta brutalidad debía de estar en alguna parte de aquella locura. Pues la mayoría de los chicos prefería el disparate militar a las clases del maestro. Pero yo no sabría decir, hoy, ahora, por qué las cosas eran así. Ni sé decir, porque el recuerdo se me fue de la cabeza, cómo acabó mi primera experiencia castrense. Interesante: tengo claro cómo fue, pero no cómo dejó de ser...

martes, 16 de octubre de 2007

RELACIONES HUMANAS (2)

El trapecista más importante y más famoso de la época llegó al pueblo, solo, con su escalera de los milagros, después de perder el circo que se había desbaratado poco a poco recorriendo el mundo. Y se hospedó -el trapecista- en la única pensión que había: la pensión de Pancho Martín. Y como subirse al trapecio no era un negocio que diera para comer en la isla del viento, el artista se vio en apuros. Y solamente pudo pagar el alojamiento casándose con la hija soltera y sin compromiso del hospedero. Se casaron, cabía suponer, sin amor. Y siendo él un hombre de mundo y ella una muchacha de andar por casa, formaron un matrimonio explosivo, que, además de estar afectado por el difícil ambiente del lugar, lo estaba también por las diferencias enormes entre el forastero y la isleña. El trapecista quería el imposible de que los vecinos aprendieran a relacionarse con él, y viceversa. Y la mujer del trapecista perdió su escaso norte: llegó a la vejez sin llegar a ser como el marido quería que fuese, y sin ser lo que habría sido. Las relaciones humanas de aquellas dos personas fueron un laberinto que acabó con el suicidio del trapecista, por el rechazo sistemático de los isleños y por el desprecio del propio forastero.

Había un matrimonio sin hijos que vivía en una casa de dos pisos. Y, como todo matrimonio sin hijos, tampoco aquél tenía motivos para aguantarse. Ella era guapa y presumía de serlo. Y él era manso, acomplejado, y no podía disimularlo. De acuerdo con los usos y costumbres del lugar, nunca salían juntos. Y, más que relacionarse con los demás, cosa difícil, se dejaban ver por separado. Era, dejándose ver, como si a los dos les gustara airear sus diferencias: como si quisieran provocar a los conocidos que los conocían. Viéndolos, yo tenía la impresión de que les parecía poco odiarse en la intimidad: de que, haciendo público su desamor, sus diferencias, encontraban un motivo más para amarse menos. Pero lo cierto y lo espantoso es lo que sucedía noche tras noche, siempre a la misma hora: el marido bajaba a la calle y se sentaba en el escalón de la puerta, a la vista de todo el mundo; a los pocos minutos aparecía el cura; el cura subía solo; la luz se encendía en la planta de arriba; la luz se apagaba durante un buen rato; la luz volvía a encenderse; el hombre seguía esperando en el escalón; el cura bajaba al cabo de media hora, abrochándose... la sotana.

En uno de los caserones de la plaza sucedió algo increíble. El matrimonio que cuidaba del dueño, un señor rico y viudo, apartó a éste y se quedó con la fortuna. Y un día, sin que se supiera por qué, fue a vivir con ellos un forastero -un andaluz- que nadie conocía de nada. Y el desconocido empezó a dormir con la mujer de la casa, con el consentimiento aparente del marido. Hasta que echaron al marido, y los amantes se adueñaron de todo. El escándalo fue monumental, pero también la paradoja: yo notaba que las mismas personas que se escandalizaban sentían una especie de admiración por la pareja pecadora, y un desprecio mal disimulado por el humillado.

En el otro caserón que había del otro lado de la plaza vivía un matrimonio que presumía de aristócrata. De lejos, él se parecía mucho con Don Quijote, y ella, con Sancho Panza. Él era un hombre sin principios y ella una creyente fanática. Y llegaron a odiarse de tal manera, que dejaron de hablarse en su propia casa. Para no verse ni hablarse, la mujer se puso a vivir en la cochera y el marido en las habitaciones cuyas ventanas daban a la plaza. Pero, no conformes con eso, cuando ella atravesaba la plaza para ir a misa, él se asomaba a la ventana principal, con la bragueta abierta y el pene al aire, convirtiendo en escándalo público lo que era un sinvivir privado.

RELACIONES HUMANAS (1)

No me acuerdo ni de cuándo ni de cómo me di cuenta de que las relaciones humanas eran la cosa más difícil de la vida que me rodeaba. Pero sí recuerdo lo que al respecto decía mi tía abuela Veremunda, que era una mujer fea, barbuda, inteligente, culta, soltera, cariñosa y simpática: "Mundo pequeño, infierno grande". Cada persona era una bomba de efecto retardado. Nunca se sabía lo que había que hacer o decir en relación a los demás, porque la reacción de la gente era siempre imprevisible. La lejanía, el sufrimiento y la ignorancia habían producido seres complejos, con personalidades extrañas y sensibles. La susceptibilidad, rasgo principal del carácter insular, era algo enfermizo. Y cuando tuve que relacionarme con segundos, terceros y cuartos, sentí que no estaba preparado para ello: que nunca lo estaría. Las personas, más que los animales, me daban miedo. Por ese miedo dejé de jugar con los chicos de mi edad. Y por eso no tuve infancia. La infancia más o menos consciente la pasé con mi abuelo Pedro, haciendo cosas de adulto, cuidando de las tierras, de la camella, de las cabras, de las gallinas, y hablando de cosas serias. No estoy exagerando. Por algo, y no por casualidad, había escuela para niños y escuela para niñas. La sociedad reconocía, con la separación de sexos, lo que yo pensaba y sentía. Y si ése era el principio, imaginar el resto era cosa sencilla. También en la iglesia, en las misas, en las procesiones, en los entierros, hembras y varones estaban separados. Ante la dificultad de relacionarse, también la religión anteponía la incomunicación. Incomunicando los sexos se dividía por dos el inmenso problema de las relaciones humanas. Se atenuaba la dificultad. Se administraban mejor el odio masculino y el odio femenino, que al fin y al cabo eran distintos por voluntad divina. El amor a primera vista no existía. Primero había que pasar por una etapa de pretendientes, en la que el chico no podía acercarse a la casa de la chica. Después, por la de novios, en la que el chico se relacionaba con la chica a través de la ventana y desde la calle. Después, por la de prometidos, en la que el chico podía entrar en la casa de la chica, a veces. En cada etapa se podían gastar años y años de vida. Y cuando se llegaba al matrimonio, el amor, de haber existido alguna vez, ya estaba muerto. Por eso, lo que sucedía después era terrible y a mí me asustaba. La vida de marido y mujer no podía ser feliz porque sólo era el resultado del resentimiento anterior. Y si en cada casa no había un mínimo de comprensión y entendimiento, en la calle, con los odios entrecruzados, sólo podía reinar aquella tensión insoportable.

domingo, 14 de octubre de 2007

EL LÍDER SILVESTRE

En la escuela había un niño raro, inteligente, más bien triste y solitario, sobre todo solitario, que se llamaba Manuel: Manolito. No jugaba con nadie ni nadie lo quería. Y a él parecía divertirle que no lo quisieran, quizá porque así no tenía que querer a los demás.

Era un niño tan extraño, que los diversos maestros que tuvo nunca supieron lo que de verdad tenían que hacer con él: ¿Protegerlo? ¿Castigarlo? ¿Apartarlo? Lo consideraban un problema porque, como estudiante, aprendía cualquier cosa, por muy difícil que ésta fuera, pero siempre la que él quería y no la que le mandaban. Y, como ser humano, resultaba desconcertante. Nadie como él podía hacer tanto daño sin hacer y sin decir nada. Se estaba quieto cuando todo se movía. Permanecía silencioso cuando todos hablaban, cantaban o gritaban. No expresaba alegría cuando todos se alegraban, ni tristeza cuando había motivos para ello... Esa forma de no ser y de no estar se hacía explosiva con frecuencia, por la simple carga de contradicción o de provocación del comportamiento del muchachito. A veces, la clase entera se peleaba por su culpa pasiva, y él, como si nada, permanecía impasible o desaparecía.

Y, para colmo, Manolito no mejoraba sino que empeoraba. Su escasa participación acabó siendo ninguna y su eterna sonrisita maliciosa, malvada, se convirtió en una mueca amarga e imborrable. Hasta que un día, sin venir a cuento, el niño diferente llegó a la escuela loco de alegría y cantando Cielito lindo, la canción de moda. El maestro quiso saber, espantado, a qué se debía tanta felicidad. Y Manolito le contestó sin dejar de cantar: porque maté una gallina / cieeeelito lindo / muuuuy bien matada...

Cuando se supo que era verdad, que había matado a una gallina retorciéndole el cuello con las manos pequeñas y gorditas, todo el mundo empezó a sentir respeto, y hasta miedo, y no sólo antipatía, por el niño inteligente e infeliz. Y él, que sin duda era un genio del mal, transformó aquellos sentimientos del vecindario en poder personal y político. Tanto poder llegó a tener, que, con el tiempo, tuvo más poder que nadie, allá, en la tierra del viento y del odio.

sábado, 13 de octubre de 2007

MARUCA

Entonces, después de tanto tiempo, cuando la vida en Gran Canaria llegó a parecer un mal sueño, Carmencita, la única vecina con ambiciones, se fue haciendo cargo, poco a poco, de los padecimientos de Maruca, de la casa de Maruca, de las cuentas de Maruca, de todo lo que era de Maruca... Y cuando Maruca se convirtió en una muerta que se empeñaba en seguir respirando, Carmencita no tuvo otro remedio que llevarla al hospital: a todos los hospitales de pago y de la Seguridad Social. La llevaba al hospital, le daban el alta, volvía a recaer, la internaba de nuevo, alta, para casa, que me duele, al hospital, alta... Y Maruca no se moría de una vez, porque era hija, nieta, bisnieta y tataranieta de lanzaroteños que por costumbre habían vivido siempre hasta más allá de los cien años, con independencia de cualquier enfermedad. En Las Palmas decían que aquella gente de Lanzarote se moría por morirse, cuando ya estaba cansada de vivir, o de padecer dolencias, y no porque le llegara la hora así como así. Increíble. Carmencita se aburrió. Y aburrida, un día llamó a la ambulancia, del mismo modo que tantas veces la había llamado, para llevar a la enferma a la Clínica del Pino. La llevó. Y, esta vez, hasta tardaron en darla de alta. Sólo le dieron el alta el sábado al atardecer. De nuevo la ambulancia, con sirena y todo. Pitando como siempre, escandalizando, saltándose los semáforos, llegaron a la plaza donde estaba la casa de Maruca cuando el supermercado ya iba a cerrar. Y como el enfermero, que también era el conductor, tenía que comprar no sé qué, le pidió a Carmencita que fuera bajando a la vieja que nunca se moría, de la misma forma que tantas veces la había bajado con tanta maña... Cuando el enfermero volvió a la ambulancia, con la compra en una bolsa de colores, ni Carmencita ni Maruca estaban ya por allí. Y se fue tan contento, sin enfermos a la vista, porque sólo volvería a trabajar el lunes a las nueve... La ambulancia pasó el fin de semana a la intemperie, en una calle perdida del barrio de Tomarviento. Y el lunes, cuando otro enfermero-conductor la llevó a la gasolinera, para darle una lavada y ponerla a punto, se encontró con una muerta debajo del asiento trasero...

FELIPE GONZÁLEZ

Llegó en un dodge dart destartalado que de lejos recordaba un chevrolet perdido en la América profunda y polvorienta. Y lo acompañaba una cuadrilla de guardaespaldas greñudos y descorbatados como él. Parecían una banda de atracadores gringos. Pero de cerca, sentado del otro lado de la mesita del té y de las pastas, de las copas, Felipe González no era el hombre que parecía ser. Su deselegancia y su irresistible atractivo personal ocultaban a un político que era más que un político. Era, más bien, un científico de la política. O, tal vez, un sacerdote del porvenir. Hablaron largo y tendido, y, cuanto más hablaban, Emilio entendía menos a Felipe. Pues nunca había oído hablar a nadie de aquella manera tan densa y tan estructurada, ni de cosas tan próximas a lo religioso, sin que por ello tuvieran que ver con la religión. Las ideas básicas de Emilio, de que la democracia se hacía con libertad e igualdad, y de que la política era la defensa pública del bien común, resultaban de un primitivismo insoportable al chocar con las ideas avanzadas de Felipe. Lo que Felipe tenía en la cabeza iba mucho más allá de la idea simple de servir a España con el pensamiento y con la acción. Él hablaba de transformación. Y transformación quería decir -a menos que Emilio no estuviera entendiendo bien- meter a España en una nueva realidad, previamente concebida, estudiada, diseñada, escrita y cuantificada, basada en conceptos, estrategias, fórmulas, objetivos y plazos ya conocidos y programados. Se trataba, al parecer, de salvar en cuerpo y alma a los españoles, desde lo más alto de la Verdad y de la Sabiduría, y no de seguirlos, quererlos y ayudarlos, respetando su voluntad, sus defectos y sus virtudes. ¿No era eso lo que también prometían los curas? ¿No era por eso por lo que Emilio sentía un pavor tan grande ante todo lo que pretendiera ser absoluto, divino, sobrenatural, indiscutible, definitivo?

jueves, 11 de octubre de 2007

VENECIA


Para conocer todos los canales, todos los puentes, todos los palacios, todos los museos y todas las iglesias, Emilio y Tarsila creyeron que lo mejor era instalarse en el corazón de la Belleza. Y por eso, durante algunos días, se hospedaron en un hotel pequeñito, de sólo seis habitaciones, que encontraron en la calle Larga de San Marco, muy cerca de la basílica y de la plaza famosas. Después, ya exhaustos de tanto caminar, y queriendo aprovechar la Navidad para descansar y pensar, que para eso se encontraban en Italia, se fueron al Lido y se hospedaron nada menos que en el Hotel Excelsior, en Lungomare Marconi, donde Visconti había rodado Morte a Venezia muchos años antes.

Por estar en las fechas en que estaban, y por el viento helado del Adriático, el Lido parecía desierto. Y en el hotel enorme, refinado, silencioso, ajeno al presente y a la prisa, se respiraba una elegante soledad, una melancolía de otro tiempo, que daban ganas de llorar: de arrepentirse de no haber sido feliz.

Tarsila, que nunca pasaba desapercibida, allí, con tanto conserje contemplativo, con tantos salones vacíos, encandilaba. Era, sí, como la reina de Saba, esperando fuera de tiempo y de lugar la llegada de Salomón. ¡Qué lejos quedaba Lanzarote!

Viéndola tan bella, tan indefensa, Emilio no pudo contener las lágrimas. Y, sin contenerlas, le dijo:

-Estamos aquí porque nos perdimos. Porque no sabemos quiénes somos, ni de dónde venimos, ni hacia dónde vamos. Porque nos quedamos solos, sin patria, sin familia, sin amigos, sin vecinos, sin compañeros. El mundo está equivocado. Toda la belleza que estamos viendo y viviendo está equivocada, porque es el resultado de mil guerras y de millones de muertos. Y, sin embargo, es tu belleza la que parece equivocada. Europa está hecha de sangre. Todas sus banderas están teñidas de sangre. Y a ti te hicieron con esa piel morena, distinta, salvaje, que a mí me vuelve loco.

-¿Has bebido? -preguntó Tarsila, al no entender el atormentado discurso de Emilio.

-No, Tarsila, no he bebido.

-¿Y entonces?

-Intento decirte que te quiero demasiado: que puedo hacerte daño queriéndote tanto. Te he traído hasta aquí, tan lejos de ti misma, para arrancarte de una vez del sufrimiento y del subdesarrollo. Y no lo estoy consiguiendo. Ni lo voy a conseguir, porque Venecia no nos pertenece. Porque estamos llegando al paraíso mil años después de que llegaran los dueños de la vida. Ahora, tan tarde, todo se hunde en las aguas sucias de la Laguna.

Y la confundió todavía más, por no saber decirle lo que estaba sintiendo, y por decírselo de aquella manera tan extraña.

jueves, 4 de octubre de 2007

TAXISTAS

Los taxistas de Madrid eran los mejores taxistas del mundo. Habían asumido la responsabilidad de ser los recepcionistas que atendían con acierto y corrección a quienes llegaban a la capital. Lo que de Madrid no supiera un taxista madrileño no lo sabía nadie. Eran amables y discretos, educados y hasta cultos. Llegar a Madrid, procedente de París o de Nueva York, por ejemplo, era un descanso: una especie de reencuentro con las buenas maneras. Uno se sentía bien con el trato recibido, y seguro, porque sabía que estaba en buenas manos.

Pero ahora -que Dios nos coja confesados- los taxistas de Madrid son insoportables. Para empezar, no esconden su agresiva petulancia. No conocen su oficio ni conocen la ciudad. Están llenos de algo bastante parecido al resentimiento. Maltratan a todo aquel que tenga un aspecto o un acento diferente. Y si pueden, engañan al más pintado. Dan vueltas y más vueltas para ir de una esquina a la otra. Fingen que se equivocan, para cobrar más de la cuenta. En vez de informar, confunden con muy mala leche.

Llegar a Barajas, después de largas horas de vuelo, se ha convertido en una prueba de fuego -de autocontrol- para los que tenemos que aguantar las impertinencias de esos sujetos del volante, que, en vez de ayudarnos, nos cobran para ponernos los nervios de punta, con su comportamiento y con sus discursos sobre todo lo divino y lo humano. Pues, para colmo, no paran de disparatar sobre política, fútbol, economía, seguridad, clima, inmigración...