viernes, 19 de octubre de 2007

EL CINE

No había forma de que en mi cabeza entrara la tabla de multiplicar. Imposible. La lógica de los números no cuadraba con mi inteligencia, o viceversa, por mucho empeño que yo pusiera en lograrlo. Y mis padres no lo entendían. Si hasta los niños más tontos aprendían a multiplicar, ¿cómo era posible que yo no aprendiera? Avergonzados de mí, mi padre y mi madre se pusieron de acuerdo y me encerraron en el cuarto vacío donde había estado el comedor. Me encerraron en serio, de forma indefinida, con el cuaderno de los números y con un orinal, hasta que les contestara desde dentro a las pruebas que me iban haciendo desde la antesala, a gritos. ¿Seis por siete, mi niño? ¿Y nueve por nueve? Pero resulta que el cuarto vacío era una cámara oscura. Y, en la oscuridad, yo no podía ver los números en la libreta. Y sin ver los números aprendía menos que viéndolos... La evidencia, sin embargo, tal vez por su misma negrura, no era reconocida ni por mi padre ni por mi madre. Y no daban el brazo a torcer. Cuando pasaron los días y vieron que me podía morir de frío y de inanición, lo único que hicieron fue darme una manta y traerme algo de comer, calentito, una vez al día, a la hora de cenar. Supongo que la hora era ésa, más o menos, porque cuando abrían la puerta también había oscuridad fuera de mi calabozo, aunque la verdad es que, poco a poco, fui perdiendo la noción de tiempo. Y fue entonces, cuando perdí esa noción por completo, cuando empecé a sentirme bien. Primero, porque sin medir el tiempo tampoco medía mi pena. Segundo, porque en vez de seguir sufriendo empecé a soñar sueños grandes. Tercero, porque en realidad no estaba solo. La puerta que daba a la calle estaba inutilizada con una tabla de lado a lado, para que no abriera. Y donde había tenido la cerradura tenía un agujero, por el que yo podía ver el exterior, con un ojo, como si estuviera espiando... Por aquel agujero, cuando el sol del mediodía caía inclemente sobre la tierra caliza de La Plazuela, entraba un chorro de luz, potente, que se reflejaba en la pared del fondo de mi cuarto oscuro. Y con la luz se reflejaba, además, pero de cabeza para abajo, todo lo que pasaba por la calle o en la calle existía. ¡Había descubierto el cine, desde dentro del cine! Para que fuera cine de verdad sólo tenía que encontrar la manera de que los burros, los perros, las personas, anduvieran de cabeza para arriba.

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