martes, 16 de octubre de 2007

RELACIONES HUMANAS (2)

El trapecista más importante y más famoso de la época llegó al pueblo, solo, con su escalera de los milagros, después de perder el circo que se había desbaratado poco a poco recorriendo el mundo. Y se hospedó -el trapecista- en la única pensión que había: la pensión de Pancho Martín. Y como subirse al trapecio no era un negocio que diera para comer en la isla del viento, el artista se vio en apuros. Y solamente pudo pagar el alojamiento casándose con la hija soltera y sin compromiso del hospedero. Se casaron, cabía suponer, sin amor. Y siendo él un hombre de mundo y ella una muchacha de andar por casa, formaron un matrimonio explosivo, que, además de estar afectado por el difícil ambiente del lugar, lo estaba también por las diferencias enormes entre el forastero y la isleña. El trapecista quería el imposible de que los vecinos aprendieran a relacionarse con él, y viceversa. Y la mujer del trapecista perdió su escaso norte: llegó a la vejez sin llegar a ser como el marido quería que fuese, y sin ser lo que habría sido. Las relaciones humanas de aquellas dos personas fueron un laberinto que acabó con el suicidio del trapecista, por el rechazo sistemático de los isleños y por el desprecio del propio forastero.

Había un matrimonio sin hijos que vivía en una casa de dos pisos. Y, como todo matrimonio sin hijos, tampoco aquél tenía motivos para aguantarse. Ella era guapa y presumía de serlo. Y él era manso, acomplejado, y no podía disimularlo. De acuerdo con los usos y costumbres del lugar, nunca salían juntos. Y, más que relacionarse con los demás, cosa difícil, se dejaban ver por separado. Era, dejándose ver, como si a los dos les gustara airear sus diferencias: como si quisieran provocar a los conocidos que los conocían. Viéndolos, yo tenía la impresión de que les parecía poco odiarse en la intimidad: de que, haciendo público su desamor, sus diferencias, encontraban un motivo más para amarse menos. Pero lo cierto y lo espantoso es lo que sucedía noche tras noche, siempre a la misma hora: el marido bajaba a la calle y se sentaba en el escalón de la puerta, a la vista de todo el mundo; a los pocos minutos aparecía el cura; el cura subía solo; la luz se encendía en la planta de arriba; la luz se apagaba durante un buen rato; la luz volvía a encenderse; el hombre seguía esperando en el escalón; el cura bajaba al cabo de media hora, abrochándose... la sotana.

En uno de los caserones de la plaza sucedió algo increíble. El matrimonio que cuidaba del dueño, un señor rico y viudo, apartó a éste y se quedó con la fortuna. Y un día, sin que se supiera por qué, fue a vivir con ellos un forastero -un andaluz- que nadie conocía de nada. Y el desconocido empezó a dormir con la mujer de la casa, con el consentimiento aparente del marido. Hasta que echaron al marido, y los amantes se adueñaron de todo. El escándalo fue monumental, pero también la paradoja: yo notaba que las mismas personas que se escandalizaban sentían una especie de admiración por la pareja pecadora, y un desprecio mal disimulado por el humillado.

En el otro caserón que había del otro lado de la plaza vivía un matrimonio que presumía de aristócrata. De lejos, él se parecía mucho con Don Quijote, y ella, con Sancho Panza. Él era un hombre sin principios y ella una creyente fanática. Y llegaron a odiarse de tal manera, que dejaron de hablarse en su propia casa. Para no verse ni hablarse, la mujer se puso a vivir en la cochera y el marido en las habitaciones cuyas ventanas daban a la plaza. Pero, no conformes con eso, cuando ella atravesaba la plaza para ir a misa, él se asomaba a la ventana principal, con la bragueta abierta y el pene al aire, convirtiendo en escándalo público lo que era un sinvivir privado.

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