miércoles, 29 de agosto de 2007

SOÑANDO ESPERO

En Europa sería un barrio de clase media con exceso de rascacielos. Pero aquí, en São Paulo, es un barrio de ricos muy ricos, y al mismo tiempo de pobres que parecen ricos, porque van cargados de desparpajo y tarjetas de crédito. La calle que baja como un tobogán es la alameda Joaquim Eugênio de Lima. La que cruza en horizontal es la alameda Lorena. Y en una de las esquinas del cruce está la cafetería donde escribo esta nota: algo así como un chiringuito de playa bien surtido, que conozco de viejo, porque viví quince años aquí al lado, y que no cierra nunca, jamás, ni de día ni de noche. Las mesitas ocupan por completo las dos aceras. Los clientes son tantos, y tan fieles, que, como de costumbre, no hay ni una silla vacía. Pero nadie se molesta si uno sigue sentado, después de comer y beber, como si el postre fuese una espera o un sueño prolongado. A nadie le importa que dos ciegas cubiertas de bisutería no encuentren asiento, y, al tropezar, se lleven por delante unas cuantas botellas. Aunque yo, la verdad, creo que estoy llamando un poco la atención, con esto de escribir en medio de tanta vida vivida. En la mesa que hay a mi izquierda se encuentra un sinvergüenza tatuado, probablemente un carterista profesional, que vocifera por su celular lo que sólo puede ser una fantasía mafiosa: comprar con una hipoteca apresurada el palacio de los Bandeirantes, sede del Gobierno paulista, y revenderlo en noviembre por una fortuna con muchos ceros. A la derecha tengo a una pareja que se confiesa en alta voz un amor desesperado, entre tragos de guaraná: él, un caballero de aspecto respetable, debe de andar por los sesenta años de edad; y ella, un ángel salido de un vergel, tal vez tenga ya los veinte. A mis espaldas, dos mulatos guapísimos hablan del dinero grueso que ganaron anoche, visitando alcobas de lujo. Por los pasillos, cuando los camareros se mueven con sus uniformes de inspiración colonial, puedo observar los culos más hermosos del planeta. La ropa escasa es puro complemento. No tapa casi nada. Sólo sirve para darle color a los cuerpos perfectos. El jovencito que me mira de frente, desde dos mesas más allá, mientras consume su zumo gigante, me está diciendo con sus ojos bonitos, negros, muy abiertos, algo que no acabo de entender. La camarera de ébano se lleva el tazón donde me sirvió hace un rato medio litro de capuchino delicioso, y me sirve ahora medio kilo de "salada" de frutas del paraíso, en una copa de pie alto. Todo exquisito. Todo, a precios de antiguamente. Y llama la atención la complejidad de la carta: veinte páginas, con una oferta enorme de platos diversos, postres, carnes, bocadillos, bebidas, helados, que sirven al instante como por arte de magia.

Entonces sucedió lo del semáforo: como nadie lo respeta, la señorona que bajaba por Joaquim Eugênio de Lima guiando a toda mecha su lujoso coche negro, impoluto, tuvo que frenar bruscamente para no chocar con una furgoneta de reparto. Y sus cuatro perritos blancos, con tirabuzones y lacitos, como si fueran a hacer la primera comunión, salieron disparados por las cuatro ventanillas, temerariamente abiertas, para que ellos, los animalitos afortunados, vieran pasar el mundo de la mayoría sudorosa, y pudieran respirar el aire contaminado de la urbe sin barrer.

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