jueves, 26 de julio de 2007

ORFEO NEGRO

Fui a ver Orfeo Negro, la película de Marcel Camus, y creí volverme loco. La pasaban en versión doblada, en español, pero yo la escuchaba en portugués. Volví a verla veinte o treinta veces, para ver si conseguía que los artistas hablaran para mí en la misma lengua en que hablaban para los demás espectadores, y no. Para mí sólo hablaban en portugués. Y lo peor es que, a partir de la cuarta o quinta vez que fui a verla, también yo empecé a hablar en portugués con la taquillera y con el acomodador. Hasta que entendí que no estaba volviéndome loco, sino que, de repente, el segundo idioma que llevaba en mi cabeza, y que nunca había utilizado, estaba brotando por sí solo, de forma retardada, seguramente por sobredosis... La última vez que fui a ver Orfeo Negro fue en un cine de la Gran Vía madrileña, que todavía existe, pero a punto de desaparecer. Lo recuerdo perfectamente porque era la sesión dominical de las cuatro de la tarde y yo había quedado con Josefina en que la esperaba en la taquilla, para entrar juntos y sentarnos juntos. Y no la esperé. Entré yo solo, diez minutos antes de que empezara la proyección, y, solito, sin compañía, volví a ver los morros, las favelas, las avenidas, las mujeres, las playas y el carnaval de Río de Janeiro. Y cuando se hizo Miércoles de Ceniza y el samba acabó (el samba, sí, que la samba es otra cosa), no volví a la Gran Vía, sino que me encontré en un barco argentino, el Alberto Dodero, en medio de la bahía de Guanabara, con el Pan de Azúcar y el Corcovado a babor, y la fortaleza de Santa Cruz y Niteroi a estribor, saliendo de las brumas del amanecer... Había visto Orfeo Negro tantas veces, que desembarcar en la Ciudad Maravillosa me pareció la cosa más natural del mundo. La realidad no me sorprendió por ser como era, sino porque era más espectacular que la ficción. Si en Barcelona, para conocer España, sólo había que visitar el Pueblo Español, en Río de Janeiro, para conocer el mundo, sólo había que ir desde el cais del puerto a Copacabana. Toda la belleza, todas las miserias, todas las razas, toda la música, toda la arquitectura, todo el lujo, toda la cultura, todas las lenguas, todas las épocas, todo lo bueno y lo malo, todo lo que en el mundo era mundo, estaba resumido en la ciudad más bonita del mundo... A nadie le extrañaba en Río de Janeiro que yo hablara portugués con acento de O Porto. Y, lo más curioso, todo el mundo parecía saber que yo era español y se esforzaba en hablarme en español. La gente se entendía en todas las lenguas habidas y por haber, y, oh sorpresa, las películas las ponían en versión original, sin doblar.

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