jueves, 11 de octubre de 2007

VENECIA


Para conocer todos los canales, todos los puentes, todos los palacios, todos los museos y todas las iglesias, Emilio y Tarsila creyeron que lo mejor era instalarse en el corazón de la Belleza. Y por eso, durante algunos días, se hospedaron en un hotel pequeñito, de sólo seis habitaciones, que encontraron en la calle Larga de San Marco, muy cerca de la basílica y de la plaza famosas. Después, ya exhaustos de tanto caminar, y queriendo aprovechar la Navidad para descansar y pensar, que para eso se encontraban en Italia, se fueron al Lido y se hospedaron nada menos que en el Hotel Excelsior, en Lungomare Marconi, donde Visconti había rodado Morte a Venezia muchos años antes.

Por estar en las fechas en que estaban, y por el viento helado del Adriático, el Lido parecía desierto. Y en el hotel enorme, refinado, silencioso, ajeno al presente y a la prisa, se respiraba una elegante soledad, una melancolía de otro tiempo, que daban ganas de llorar: de arrepentirse de no haber sido feliz.

Tarsila, que nunca pasaba desapercibida, allí, con tanto conserje contemplativo, con tantos salones vacíos, encandilaba. Era, sí, como la reina de Saba, esperando fuera de tiempo y de lugar la llegada de Salomón. ¡Qué lejos quedaba Lanzarote!

Viéndola tan bella, tan indefensa, Emilio no pudo contener las lágrimas. Y, sin contenerlas, le dijo:

-Estamos aquí porque nos perdimos. Porque no sabemos quiénes somos, ni de dónde venimos, ni hacia dónde vamos. Porque nos quedamos solos, sin patria, sin familia, sin amigos, sin vecinos, sin compañeros. El mundo está equivocado. Toda la belleza que estamos viendo y viviendo está equivocada, porque es el resultado de mil guerras y de millones de muertos. Y, sin embargo, es tu belleza la que parece equivocada. Europa está hecha de sangre. Todas sus banderas están teñidas de sangre. Y a ti te hicieron con esa piel morena, distinta, salvaje, que a mí me vuelve loco.

-¿Has bebido? -preguntó Tarsila, al no entender el atormentado discurso de Emilio.

-No, Tarsila, no he bebido.

-¿Y entonces?

-Intento decirte que te quiero demasiado: que puedo hacerte daño queriéndote tanto. Te he traído hasta aquí, tan lejos de ti misma, para arrancarte de una vez del sufrimiento y del subdesarrollo. Y no lo estoy consiguiendo. Ni lo voy a conseguir, porque Venecia no nos pertenece. Porque estamos llegando al paraíso mil años después de que llegaran los dueños de la vida. Ahora, tan tarde, todo se hunde en las aguas sucias de la Laguna.

Y la confundió todavía más, por no saber decirle lo que estaba sintiendo, y por decírselo de aquella manera tan extraña.

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