VENECIA
Por estar en las fechas en que estaban, y por el viento helado del Adriático, el Lido parecía desierto. Y en el hotel enorme, refinado, silencioso, ajeno al presente y a la prisa, se respiraba una elegante soledad, una melancolía de otro tiempo, que daban ganas de llorar: de arrepentirse de no haber sido feliz.
Tarsila, que nunca pasaba desapercibida, allí, con tanto conserje contemplativo, con tantos salones vacíos, encandilaba. Era, sí, como la reina de Saba, esperando fuera de tiempo y de lugar la llegada de Salomón. ¡Qué lejos quedaba Lanzarote!
Viéndola tan bella, tan indefensa, Emilio no pudo contener las lágrimas. Y, sin contenerlas, le dijo:
-Estamos aquí porque nos perdimos. Porque no sabemos quiénes somos, ni de dónde venimos, ni hacia dónde vamos. Porque nos quedamos solos, sin patria, sin familia, sin amigos, sin vecinos, sin compañeros. El mundo está equivocado. Toda la belleza que estamos viendo y viviendo está equivocada, porque es el resultado de mil guerras y de millones de muertos. Y, sin embargo, es tu belleza la que parece equivocada. Europa está hecha de sangre. Todas sus banderas están teñidas de sangre. Y a ti te hicieron con esa piel morena, distinta, salvaje, que a mí me vuelve loco.
-¿Has bebido? -preguntó Tarsila, al no entender el atormentado discurso de Emilio.
-No, Tarsila, no he bebido.
-¿Y entonces?
-Intento decirte que te quiero demasiado: que puedo hacerte daño queriéndote tanto. Te he traído hasta aquí, tan lejos de ti misma, para arrancarte de una vez del sufrimiento y del subdesarrollo. Y no lo estoy consiguiendo. Ni lo voy a conseguir, porque Venecia no nos pertenece. Porque estamos llegando al paraíso mil años después de que llegaran los dueños de la vida. Ahora, tan tarde, todo se hunde en las aguas sucias de la Laguna.
Y la confundió todavía más, por no saber decirle lo que estaba sintiendo, y por decírselo de aquella manera tan extraña.
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