jueves, 4 de octubre de 2007

TAXISTAS

Los taxistas de Madrid eran los mejores taxistas del mundo. Habían asumido la responsabilidad de ser los recepcionistas que atendían con acierto y corrección a quienes llegaban a la capital. Lo que de Madrid no supiera un taxista madrileño no lo sabía nadie. Eran amables y discretos, educados y hasta cultos. Llegar a Madrid, procedente de París o de Nueva York, por ejemplo, era un descanso: una especie de reencuentro con las buenas maneras. Uno se sentía bien con el trato recibido, y seguro, porque sabía que estaba en buenas manos.

Pero ahora -que Dios nos coja confesados- los taxistas de Madrid son insoportables. Para empezar, no esconden su agresiva petulancia. No conocen su oficio ni conocen la ciudad. Están llenos de algo bastante parecido al resentimiento. Maltratan a todo aquel que tenga un aspecto o un acento diferente. Y si pueden, engañan al más pintado. Dan vueltas y más vueltas para ir de una esquina a la otra. Fingen que se equivocan, para cobrar más de la cuenta. En vez de informar, confunden con muy mala leche.

Llegar a Barajas, después de largas horas de vuelo, se ha convertido en una prueba de fuego -de autocontrol- para los que tenemos que aguantar las impertinencias de esos sujetos del volante, que, en vez de ayudarnos, nos cobran para ponernos los nervios de punta, con su comportamiento y con sus discursos sobre todo lo divino y lo humano. Pues, para colmo, no paran de disparatar sobre política, fútbol, economía, seguridad, clima, inmigración...

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