sábado, 13 de octubre de 2007

FELIPE GONZÁLEZ

Llegó en un dodge dart destartalado que de lejos recordaba un chevrolet perdido en la América profunda y polvorienta. Y lo acompañaba una cuadrilla de guardaespaldas greñudos y descorbatados como él. Parecían una banda de atracadores gringos. Pero de cerca, sentado del otro lado de la mesita del té y de las pastas, de las copas, Felipe González no era el hombre que parecía ser. Su deselegancia y su irresistible atractivo personal ocultaban a un político que era más que un político. Era, más bien, un científico de la política. O, tal vez, un sacerdote del porvenir. Hablaron largo y tendido, y, cuanto más hablaban, Emilio entendía menos a Felipe. Pues nunca había oído hablar a nadie de aquella manera tan densa y tan estructurada, ni de cosas tan próximas a lo religioso, sin que por ello tuvieran que ver con la religión. Las ideas básicas de Emilio, de que la democracia se hacía con libertad e igualdad, y de que la política era la defensa pública del bien común, resultaban de un primitivismo insoportable al chocar con las ideas avanzadas de Felipe. Lo que Felipe tenía en la cabeza iba mucho más allá de la idea simple de servir a España con el pensamiento y con la acción. Él hablaba de transformación. Y transformación quería decir -a menos que Emilio no estuviera entendiendo bien- meter a España en una nueva realidad, previamente concebida, estudiada, diseñada, escrita y cuantificada, basada en conceptos, estrategias, fórmulas, objetivos y plazos ya conocidos y programados. Se trataba, al parecer, de salvar en cuerpo y alma a los españoles, desde lo más alto de la Verdad y de la Sabiduría, y no de seguirlos, quererlos y ayudarlos, respetando su voluntad, sus defectos y sus virtudes. ¿No era eso lo que también prometían los curas? ¿No era por eso por lo que Emilio sentía un pavor tan grande ante todo lo que pretendiera ser absoluto, divino, sobrenatural, indiscutible, definitivo?

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