martes, 16 de octubre de 2007

RELACIONES HUMANAS (1)

No me acuerdo ni de cuándo ni de cómo me di cuenta de que las relaciones humanas eran la cosa más difícil de la vida que me rodeaba. Pero sí recuerdo lo que al respecto decía mi tía abuela Veremunda, que era una mujer fea, barbuda, inteligente, culta, soltera, cariñosa y simpática: "Mundo pequeño, infierno grande". Cada persona era una bomba de efecto retardado. Nunca se sabía lo que había que hacer o decir en relación a los demás, porque la reacción de la gente era siempre imprevisible. La lejanía, el sufrimiento y la ignorancia habían producido seres complejos, con personalidades extrañas y sensibles. La susceptibilidad, rasgo principal del carácter insular, era algo enfermizo. Y cuando tuve que relacionarme con segundos, terceros y cuartos, sentí que no estaba preparado para ello: que nunca lo estaría. Las personas, más que los animales, me daban miedo. Por ese miedo dejé de jugar con los chicos de mi edad. Y por eso no tuve infancia. La infancia más o menos consciente la pasé con mi abuelo Pedro, haciendo cosas de adulto, cuidando de las tierras, de la camella, de las cabras, de las gallinas, y hablando de cosas serias. No estoy exagerando. Por algo, y no por casualidad, había escuela para niños y escuela para niñas. La sociedad reconocía, con la separación de sexos, lo que yo pensaba y sentía. Y si ése era el principio, imaginar el resto era cosa sencilla. También en la iglesia, en las misas, en las procesiones, en los entierros, hembras y varones estaban separados. Ante la dificultad de relacionarse, también la religión anteponía la incomunicación. Incomunicando los sexos se dividía por dos el inmenso problema de las relaciones humanas. Se atenuaba la dificultad. Se administraban mejor el odio masculino y el odio femenino, que al fin y al cabo eran distintos por voluntad divina. El amor a primera vista no existía. Primero había que pasar por una etapa de pretendientes, en la que el chico no podía acercarse a la casa de la chica. Después, por la de novios, en la que el chico se relacionaba con la chica a través de la ventana y desde la calle. Después, por la de prometidos, en la que el chico podía entrar en la casa de la chica, a veces. En cada etapa se podían gastar años y años de vida. Y cuando se llegaba al matrimonio, el amor, de haber existido alguna vez, ya estaba muerto. Por eso, lo que sucedía después era terrible y a mí me asustaba. La vida de marido y mujer no podía ser feliz porque sólo era el resultado del resentimiento anterior. Y si en cada casa no había un mínimo de comprensión y entendimiento, en la calle, con los odios entrecruzados, sólo podía reinar aquella tensión insoportable.

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