jueves, 18 de octubre de 2007

HUEVOS

La relación con los soldados y con la miseria no siempre era desastrosa. María Severa, mi vecina, el mayor talento comercial que podría imaginarse, conseguía lo que nadie más era capaz de conseguir: ponerse rica con la pobreza. Resulta difícil de explicar, pero es cierto. Cuanto más crecía la pobreza de todo y de todos, más prosperaba el negocio de María Severa. En aquel pueblo, en aquel tiempo, María Severa tenía una tienda espectacular que vendía de todo, absolutamente de todo, desde aspirinas a máquinas de coser, pasando por pescado salado, frutas frescas y calcetines. Y nadie, nadie, tenía dinero... Como nadie tenía dinero, María Severa fiaba. Y cuando lo fiado pasaba de castaño oscuro, presionaba a las familias deudoras y las obligaba a pagar con relojes, porcelanas, anillos, antigüedades, que después revendía, a precios de mercado, y no de penuria, a unos caballeros bien vestidos y bien peinados, con coches de lujo y gafas de sol, que sólo ella conocía. El problema estaba, sin embargo, en que infinidad de deudas se saldaban con huevos. Los huevos se habían convertido en moneda corriente, porque las gallinas seguían poniendo, al no entender, pobrecitas, de cuestiones sociales, militares, políticas o económicas. Y en la tienda de María Severa siempre había una montaña de huevos: huevos y más huevos que no tenían salida, por motivos evidentes. Los únicos huevos que se vendían los compraban los soldados cuando les llegaba la paga, que no era todos los meses, ni daba para mucho. Y María Severa observó que se los tragaban crudos, a veces sin más, a veces con vino o con coñac. Estaba claro: sólo los desesperados, con miedo a la tuberculosis, hacían aquello. Y lo hacían así porque no podían hacer otra cosa. Pero, ah, sirviendo los huevos cocinados, y en condiciones, se podrían vender muchos más porque también se atendería a los soldados sencillamente hambrientos, que eran la inmensa mayoría, y no sólo a los asustados. Con esa idea, y aprovechando la trastienda que tenía medio vacía, María Severa abrió una especie de restaurante especializado en servir huevos fritos. Y, para servir al mayor número posible de soldados, tuvo en cuenta que el poder adquisitivo de cada uno de ellos podía ser distinto, aunque siempre fuese escaso. Y, así, la carta ofrecía tres posibilidades, con tres precios distintos: huevo frito completo; yema de huevo, frita; y clara de huevo, frita.

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