miércoles, 17 de octubre de 2007

GUERRA INCIVIL

Mi primo Antonio, que era el chico más guapo y más simpático del pueblo, se peleó con el maestro. Y decidió plantarle cara, haciéndole competencia: quitándole los alumnos. Y para quitarle los alumnos no se le ocurrió otra cosa que organizar un ejército. La ocurrencia, que ahora puede parecer un desatino, entonces tenía sentido. Pues La Villa se había convertido en un cuartel sin orden ni concierto, al haber sido ocupada por los veteranos que después de la llamada Guerra Civil siguieron prestando el servicio militar hasta la década de los cuarenta. El pueblo entero era un charco putrefacto de rancho de lentejas. Por el intercambio de miserias -uniformes por comida, botas por agua o jabón...-, ya no se sabía quién era soldado y quién no. Vida y promiscuidad eran la misma cosa. Y los niños, en vez de jugar a tonterías infantiles, jugaban a lo que veían: a perseguir al enemigo invisible, a veces con munición reglamentaria. El cuartel general lo instaló mi primo en la parte trasera de su casa, en ruinas, para que el parecido con el frente de batalla fuera acojonante. Y no lo instaló en el castillo de Guanapay, porque, al estar éste en lo alto del campo de tiro real de los militares verdaderos, podía suceder cualquier cosa, cualquier cañonazo, que llevara a otra guerra civil. A la hora de alistarse, los chicos tenían que someterse a procedimientos crueles. Para ser soldado raso había que tenderse en el centro de la calle, a lo largo, y dejar, sin mearse de miedo, que el camión de Rafael Robayna pasara por encima. Para ser suboficial había que hacerse tantos cortes, con una botella rota, en las piernas o brazos, como galones correspondieran. Yo fui sargento y todavía tengo la cicatriz en el tobillo. Para ser oficial, la cosa era dificilísima: había que conseguir evacuar el vientre sin que, mientras tanto, se derramara una sola gota de orina... Por muy salvaje que todo aquello pudiera parecer, más salvaje era lo que sucedía con los que no se alistaban: con los que optaban por seguir yendo a la escuela. A éstos se les asignaba un cupo de comida o dinero, que tenían que conseguir dónde fuera y cómo fuera, incluso robando, y que debían entregar en el cuartel general en día y hora prefijados. Si no cumplían, recibían palizas proporcionales al incumplimiento. La gracia de tanta brutalidad debía de estar en alguna parte de aquella locura. Pues la mayoría de los chicos prefería el disparate militar a las clases del maestro. Pero yo no sabría decir, hoy, ahora, por qué las cosas eran así. Ni sé decir, porque el recuerdo se me fue de la cabeza, cómo acabó mi primera experiencia castrense. Interesante: tengo claro cómo fue, pero no cómo dejó de ser...

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