viernes, 27 de abril de 2007

PATRIOTA SIN PATRIA

Cuando el Banco de Santander se quedó con el Banco do Estado de São Paulo, no destruyó ni un solo papel que pudiera tener importancia histórica o cultural. Al contrario, salvó del olvido y del abandono archivos enteros, y en muchos casos los regaló a las instituciones que mejor podían conservarlos y aprovecharlos. Y fue eso lo que sucedió con los documentos que habían pertenecido a la Cartera de Cinema del Banespa: todos los expedientes que durante medio siglo tuvieron que ver con el intento de financiar una industria cinematográfica brasileña viable fueron a parar a la Cinemateca Brasileira, que ahora los tiene a disposición de quienes estén interesados en conocer el laberinto donde el arte se perdía entre la política y la corrupción.
Fue ahí, en la Cinemateca Brasileira, donde volví a encontrarme, emocionado, con el recuerdo de mi querido y viejo amigo Lorenzo Serrano, productor y director de cine, nacido en Madrid, criado en Lanzarote, hecho hombre en Las Palmas de Gran Canaria y en el mundo mundial.
Ya. Ya sé que en Canarias nadie sabe quién era Lorenzo Serrano, ni recuerda a Lorenzo Serrano, Serranito para los compañeros del más cruel de los exilios. Pero lo recuerdan con orgullo, por ejemplo, en un próspero y bello lugar llamado Lucélia, de unos treinta mil habitantes descendientes de eslavos, en el oeste cafetero paulista, donde, durante ocho meses inolvidables de 1957, rodó una película, Homem sem paz, cuyas copias en vídeo se siguen vendiendo allí mismo, en Lucélia, como reliquias que son.
Ya. Ya sé que en Canarias pocos saben que Lorenzo Serrano fue coproductor, con el director Trigueirinho Neto, de aquel otro filme, importantísimo, Bahia de todos os santos, precursor del que después se llamaría Cinema Novo. Pero lo saben los que saben, está escrito en la historia del Séptimo Arte, y aparece documentado en los papeles que el Santander tuvo a bien cederle a la Cinemateca Brasileira.
Ya. Ya sé que en Canarias nadie ha visto Fugitivos da noite, O preço da vitória, Sós e abandonados, Não matarás, O grande desconhecido, Mundo estranho... Ni nadie se ha dado cuenta, allí, de que muchos anuncios de coches, cigarros y refrescos, emitidos por televisión, estaban hechos por una empresa que se llamaba Lorenzo Serrano Produções...
Pero, con ser importante, lo más importante de Lorenzo Serrano, masón convencido y respetado, no fue su condición de cineasta, y sí de político y de diplomático. Como socialista íntegro que era, le tocó huir de su queridísima España recorriendo aquel camino amargo que pasaba por el infierno: Francia, Chile, Argentina, Brasil... Y en São Paulo, donde yo lo conocí, acabó siendo cónsul general de la República Española en el Exilio, con pasaporte diplomático de verdad, y con reconocimiento del Gobierno brasileño.
Nadie, nunca, en ningún exilio, sufrió más que Lorenzo Serrano. Y sin embargo era el hombre más alegre del mundo, el que más quiso a España entera, y a Canarias en particular, y, tal vez, el que más hizo por los españoles que llegaban a América del Sur, huyendo, o como simples emigrantes. A veces no tenía para pagar el ron que lo mantenía vivo, pero no por eso dejaba de ser bueno, ni de abrir puertas, ni de soñar con Arrecife. A mí me enseñó que de la España nuestra no había que esperar nada: había que quererla con sus muchos defectos y sus pocas cosas grandes, y punto. Y en cuanto a Canarias, me repetía: "No te hagas ilusiones. En un archipiélago sólo se puede encontrar desintegración".
Mientras Lorenzo Serrano, patriota sin patria, de corazón enorme, inteligencia singular y vida atormentada recibía de brazos abiertos a cualquier español, encontraba trabajo para cualquier español, sacaba españoles del peligro chileno y argentino, daba lo que tenía a los refugiados del vapor Santa Maria, algunos cónsules "oficiales", actuando como verdaderos comisarios políticos del franquismo, nos amargaban la existencia a los que habíamos cometido el delito de emigrar en busca de un poco de libertad y mantequilla.
Uno de aquellos cónsules de Franco, que fue vicecónsul en la misma São Paulo donde lloraba, reía y cantaba Lorenzo Serrano, llegó a ser ministro socialista en tiempos de Felipe González, y hoy es embajador en Washington. Y de Serranito no se acuerda nadie. Nadie le ha hecho un homenaje ni le ha dedicado un libro. Nadie le ha puesto su nombre a una calle canaria. Por eso no voto. Ni votaré, mientras la democracia oblicua que tenemos no recupere la memoria, por completo, de verdad, de aquellos españoles que se murieron de pena, en tierra extraña, sin poder olvidar al país que los abandonó.

domingo, 22 de abril de 2007

MOURA LACERDA

En realidad se llama Mário Galvão de Moura Lacerda. Pero muchos lo conocen por Profesor Moura Lacerda. Los amigos lo conocemos sencillamente por Lacerda. Y no falta quien lo conozca por O Homem do Pantanal, por haber sido el primer brasileño que se dio cuenta de las enormes potencialidades turísticas del Pantanal de Mato Grosso. Hace muchos años -una eternidad- fue mi alumno muy querido. A su carrera de químico, y a su experiencia de mucho vivir y mucho trabajar, Lacerda sumó lo que yo le enseñé, para hacerse profesor: para fundar y dirigir la ABL, que es una Escuela que en São Paulo se dedica a formar profesionales con sentido práctico. Tan práctica es la Escuela de Lacerda, que funciona en la Avenida da Liberdade, a un paso del largo de la Pólvora... ¡Libertad y Pólvora! Yo conozco bien el lugar, porque allí al lado me despedí del general Humberto Delgado, poco antes de que el viejo idealista portugués iniciara el viaje fatal que lo llevó a la muerte, por asesinato, en la lejana Extremadura española. Y también lo conozco, porque algunas calles más allá, en la Clínica Brasilia, nació mi hija Graciela. Cuento todo esto, sin saber si debo contarlo, porque he vuelto a coincidir con Moura Lacerda en un cruce reciente de la vida. Coincidimos, él y yo, en una cosa: en que la Enseñanza, en Brasil, que no es Suecia ni Suiza, no puede ser el simple cultivo del Conocimiento. Ha de ser, además, el detonante de la Iniciativa. Con iniciativa, cualquiera puede encontrar el paraíso en el país de Lula. Sin iniciativa, y aunque se conozca mucho de todo, el Brasil puede ser el infierno... Por eso, a la sombra de la ABL, y con la clarividencia de Moura Lacerda, estamos preparando una serie de seminarios que me entusiasman. La idea general resume el objetivo: "Iniciativa personal y desarrollo económico". Pero no nos quedaremos en las generalidades. Trataremos con detalle las virtudes de la iniciativa en el día-a-día, en el Turismo, en la Comunicación, en la Creatividad, etc. Ya lo dijo Kennedy, de forma parecida, sin ser brasileño: "No hablemos más de lo que el país puede hacer por ti; hablemos de lo que tú puedes hacer por el país".

miércoles, 18 de abril de 2007

MADRID (y 2)

Ya no existía la frutería de la plaza del Carmen, que era de aquel tinerfeño, ex capitán de la Aviación republicana, que después se había puesto, de forma servil, al servicio del franquismo.
Seguía existiendo, sin embargo, la farmacia de la calle del Arenal, aunque sin la presencia ni el recuerdo de Josefina, que había renunciado a vivir para entregarse en cuerpo y alma al cuidado de su padre, enfermo de una grave enfermedad.
En la iglesia de San José, en la calle de Alcalá, ya no decía misa aquel cura que conocía y pronunciaba el castellano como nadie. Emilio, que lo recordaba con admiración y respeto, de cuando allí pasaba las horas huyendo del frío y de la lluvia, entró para verlo y oírlo, después de haber pasado tantos años sin pisar la casa del Señor, y se llevó un chasco. El cura de ahora, que ni latín sabía, no sólo hablaba un castellano de andar por casa, con acento medio andaluz, sino que decía la misa al revés, de cara a los feligreses y de espaldas a Dios. Al sermón lo llamaba homilía. Y se refería a cuatro clases de pecados: de pensamiento, palabra y obra, que siempre habían existido, y de omisión, que al parecer eran cosa nueva. Y además aprovechaba la ocasión para añadir que había que vivir tranquilos, sin necesidad de preocuparse por la subsistencia. "Si el Altísimo cuida de que a los pajaritos no les falte de comer, ¿cómo no va a cuidar de que nosotros, que somos personas, tengamos lo necesario?", decía.
Los hoteles y restaurantes de las cercanías de la Carrera de San Jerónimo estaban tomados por políticos postizos, vestidos de prisa y corriendo por El Corte Inglés. Algunos no podían esconder que habían llegado a la política para ser algo en la vida. Otros, todavía con modos y maneras rurales, hacían lo posible por acostumbrarse a las alfombras. Pagaban con propina. Aparcaban los coches oficiales sobre las aceras.
El palacio real seguía vacío, ignorado por el rey Juan Carlos I, Borbón sensato, "motor del cambio", que prefería vivir en La Zarzuela, apartado del boato de la tradición, sin darle mucha importancia a la capital del reino, y recordando con ese detalle los usos y costumbres de Francisco Franco, que en vida había vivido todavía más allá, en El Pardo, sin nunca darse cuenta de que con las mismas letras de un nombre tan feo podía escribirse un nombre precioso: El Prado.
Madrid -era verdad, no podía negarse- había crecido de forma sorprendente hacia fuera y hacia lejos. Pero su ambiente seguía siendo el de un pueblo grande, de gente de pueblo, que hablaba de cosas de pueblo. ¿Para qué engañarse?
La Puerta del Sol, que ni siquiera era una plaza, sino el cruce de unas calles mal cruzadas, seguía siendo el centro de una villa, más que el centro de una capital como Dios manda. Su reloj parecía repetir el tiempo que no pasaba. Sus olores de cosas fritas y refritas, sus puestos de lotería, sus escaparates abarrotados de embutidos y de gorras campesinas, seguían prolongando, después de tantos años, la primera gran decepción de Emilio Acuña como español.
¿Por qué se seguía engañando? ¿Qué tenía Madrid?
Madrid era la ciudad donde nadie era madrileño. Y por eso era la ciudad donde nadie se sentía rechazado. Pero tampoco acogido.
Madrid seguía siendo la última esperanza de los solitarios. Los que en el resto del país se quedaban solos, recalaban en la capital para sentirse iguales. Se podían ver, a miles, por todas partes. Eran los forasteros que soportaban la indiferencia en los bancos rotos de las calles, plazas, parques, estaciones, que no eran de nadie ni a nadie importaban.

martes, 17 de abril de 2007

MADRID (1)

La Transición del 77 era hija natural, por no decir legítima, del referéndum del 47. Por tanto, si todo era así de falso, ¿por qué se empeñaba él en buscar la perfección en la Historia de España? ¿A cambio de qué cometía la locura de volver a Madrid, después de haberse enamorado de tantos horizontes lejanos? No encontraba las respuestas. No conseguía saber por qué había ido a parar, otra vez, a la ciudad indiferente que nunca lo había tratado bien. ¡Madrid...! ¿Qué había sido Madrid para él? ¿Qué había dejado atrás, en Madrid, antes de darle la vuelta al mundo?
Poca cosa:
Podría ser Concha Piquer, la cantante famosa, que una vez le había dicho que él podía llegar lejos como actor, más que como autor. Pero ahora, la Piquer era inalcanzable. No se encontraba ni el 37 de la calle de Guzmán el Bueno, ni en el 9 de la plaza de Chamberí. Sus teléfonos, el 224 93 39 y el 243 04 81, ya no servían para nada.
Podría ser Claudio de la Torre, el dramaturgo y director de teatro, que una vez le había dicho que siguiera escribiendo, porque él, Emilio Acuña Concepción, nunca llegaría a ser nada como actor, y sí, tal vez, como autor. Pero Claudio había muerto. En su casa de la calle del Oria, en El Viso, no había nadie. Su teléfono, el 259 07 91, tampoco funcionaba.
Podría ser el Hogar Atlántico, la casa regional de la calle de Fuencarral, que seguía existiendo. Pero allí, oh tristeza, donde se había perdido la sonrisa feliz de Josefina Argente del Castillo, la muchacha del amor imposible, ya no encendían las luces. Los sillones, los mismos sillones del recuerdo, se habían desfondado por completo. El silencio y los olores rancios completaban una desolación que resultaba insoportable, porque allí, en aquel lugar, Emilio había soñado los sueños de la juventud. Debajo de aquellos asientos destrozados, mucho antes del destrozo, él había encontrado muchas veces las monedas perdidas que le servían para seguir comprando brillantina.
¡Madrid...! ¿Por qué Madrid? ¿Por la política? ¿Qué política?

viernes, 13 de abril de 2007

BARCELONA (y 4)

SÍ. Seguía existiendo el Mercado de La Boquería, delirio del saber y del poder alimentario, que para Emilio Acuña había sido siempre el templo principal de la cultura catalana, por encima, incluso, del cercano Gran Teatro del Liceo.
SÍ. Seguía existiendo la plaza de la Libertad, ahora Llibertat, que se llamaba como se llamaba porque no era una plaza sino un espacio ocupado por otro mercado, especie de Boquería menor, repleto hasta el techo de cosas de comer. Tener mucha comida era lo mismo que ser libre. Sólo en Barcelona era posible encontrar tanta sabiduría.
SÍ. Seguía existiendo el Pueblo Español. Aunque convertido en cosa de turistas del montón, no había dejado de ser, para Emilio, el mayor monumento jamás levantado en parte alguna en recuerdo de la España española. Sólo en Barcelona se podía encontrar tanta grandeza.
SÍ. La Jefatura de la Policía seguía estando en la Vía Layetana. Allí se encontraba todavía, abierta detrás de la bandera española, la ventana del despacho donde él, Emilio Acuña, había sido interrogado y humillado, una vez, cuando lo detuvieron en la Barceloneta por ir sospechosamente bien vestido, y por llevar en la cartera una tarjeta de visita del ministro Blas Pérez González, con los números de los teléfonos de Madrid -225 09 02 y 226 51 12- de don Esteban, su hermano.
SÍ. Cristóbal Colón seguía sobre su columna, allá, junto al mar, a un paso de las golondrinas, con el brazo extendido y el dedo tieso, indicándole a Emilio el camino por el que debía de marcharse de la ciudad que ya no lo quería: el camino, qué amargura, del gran desencuentro.

jueves, 12 de abril de 2007

BARCELONA (3)

NO. Julián Ramírez, el canario de las parrandas sin fin, de las novias millonarias, que hablaba ocho idiomas, que conocía a todos los serenos, ya no trabajaba en la recepción del Hotel Colón, en la plaza de la Catedral. Ni nadie, de los que allí trabajaban ahora, había oído su nombre jamás.
NO. Entre las muchas pensiones del edificio de la calle Marquet, cerca de Correos, ya no estaba la vieja pensión de las brujas que obligaban a los inquilinos a fumar incienso. En el patio modernista ya no había vómitos de sangre. Ni había gente moribunda en la escalera de mármol severo, que recordaba el frío y la arquitectura de los cementerios.
NO. En la calle Muralla, cerca del muelle de España, ya no existía el bar del malagueño que le daba tazas de caldo, gratis, a los paisanos que desembarcaban del barco de la Transmediterránea en busca de horizontes, y que le fiaba sin cuenta a los marineros gallegos que allí se hacían viejos esperando por la suerte de poder enrolarse en buques extranjeros que pagaran en dólares.
NO. En la esquina del Paseo de Gracia con la calle de Aragón ya no estaba, qué pena, la cafetería de los encuentros amorosos, políticos, artísticos y literarios. En su lugar habían levantado un insípido edificio del Banco Pastor.
NO. La calle de Aragón ya no era una especie de trinchera por la que, a cielo abierto, circulaban los trenes. Ahora, por arriba, era una calle como otra cualquiera. Y por debajo, un túnel.
NO. Joaquín Soler Serrano, el popular locutor de radio, maestro de algunas cosas, ya no vivía en la calle de Castellnou. Su teléfono ya no era el 39 79 90.
NO. El mundo cinematográfico de Ignacio F. Iquino ya no debía de existir. Pues el teléfono 24 43 65 ya no era el de su casa de la calle de la Diputación; el 23 85 54 ya no era el de los Estudios IFI; el 21 31 80 ya no era el de IFISA.

miércoles, 11 de abril de 2007

BARCELONA (2)

NO. Ya no existía la cafetería Texas, en la calle de Caspe, frente a Radio Barcelona. En su lugar ahora había una bolera. De las señoritas que parecían princesas, con aquellos abrigos de pieles y aquellas uñas tan largas, ya no quedaba ni el perfume.
NO. El portero del Ritz ya no era Abraham de la Peña, el amigo verdadero, que para las juergas de las madrugadas se llevaba el sombrero de copa lleno de latas de caviar y los bolsillos de su extraño uniforme repletos de botellines de whisky.
NO. Ya no había trenes en la Estación del Norte. En los alrededores ya no había quien pudiera recordar al estudiante de Medicina, apellidado Thomas, que hacía horas extraordinarias en la consigna para poder pagar el almuerzo, y que embalsamaba cadáveres para poder cenar. Nadie se acordaba ya del tren que llegaba a la una, procedente de Galicia, cargado de hombres tristes, mujeres feas, niños enfermos y colchones sucios, que después, por orden gubernativa, eran devueltos a su infierno en otro tren que salía a las cuatro.
NO. Carmen, la bella granadina que quería ser Miss Cataluña, ya no vivía en aquel edificio blanco, nuevo, del otro lado de la plaza de Las Glorias. Una vecina la recordaba: "Sí. Se desangró al provocarse ella misma un aborto, con un palo".
NO. Ya no había tranvía para ir a la sórdida pensión de Pueblo Nuevo, desesperado refugio de inmigrantes enfermos, huidos políticos y ladrones profesionales.
NO. Ya no existía la pensión de la calle Marina, cerca del templo de la Sagrada Familia, especializada en atender a trabajadores y a estudiantes llegados de la España pobre. Ni había chicas rubias en las ventanas del edificio de enfrente, que tenía el número 314-16, y que por eso daba lugar a que aquellas muchachas fueran llamadas señoritas Pi.
NO. El camarero del bar del parque Güell no conocía personalmente a Ladislao Kubala, ni lo había visto nunca por allí, los sábados, tomando el aperitivo.

martes, 10 de abril de 2007

BARCELONA (1)

Después de pasar media vida lejos de sí mismo, las palabras democracia y libertad devolvieron a Emilio Acuña a la España en transición. Aterrizó en Barajas, anduvo por unas cuantas ciudades de la Península y de los Archipiélagos, habló con los hijos de los amigos y parientes que ya no existían, comió paella y jamón, bebió vino tinto con denominación de origen, verificó el precio de las cosas, encontró las sombras alargadas del invierno, y sin embargo no tardó en darse cuenta de que se había perdido: de que algo seguía latiendo en su pasado, pero que no era exactamente aquel país nuevo y distinto, con aquella gente hablando tan rápido... Hasta que, un jueves, recaló en El Prat, un aeropuerto sorprendente, tan moderno como el de Ezeiza, de Buenos Aires. Agarró un taxi, le enseñó al taxista una dirección escrita en una tarjeta vieja, y el taxista le dijo que sí, moviendo la cabeza afirmativamente y acelerando hacia el centro urbano. Y solamente en el taxi, a camino de la ciudad más hermosa del Mediterráneo, con el corazón apretado y la lengua sin palabras, a Emilio Acuña le estalló en la boca el nombre sagrado: ¡Barcelona! Ahora sí que él estaba seguro de estar llegando a la España que buscaba: de estar regresando a su yo perdido. ¿De dónde le salían ahora aquellas ganas tan grandes de llorar? ¿Por qué había olvidado aquel amor tan fuerte por aquella ciudad tan suya? ¿Por qué se había ido, sí, por qué, dejando atrás tantos sentimientos enormes? En las calles y en las plazas llamaban la atención algunas arquitecturas nuevas que laceraban el alma. La luz del sol indeciso no conseguía ser muy alegre. Pero, a pesar de todo, comprobar que el sueño existía, o que había existido, o que podía existir, compensaba el dolor acumulado. Como si se supiera el camino de la felicidad, el taxi subió por la carretera de Sarriá a Vallvidrera, subió por las curvas, subiendo, subiendo, hasta que alcanzó la placita y fue a detenerse junto a la escalinata de la calle de Queralt, allá arriba, cerca de la estación del funicular. Allí mismo, en el techo de Barcelona, donde siempre había estado, seguía estando la casa, la misma casa del ser o no ser. ¡Qué vistas, desde la terraza! ¡Qué recuerdos! ¡Qué amargo tiempo perdido!

jueves, 5 de abril de 2007

AREILZA (y 5)

En Coalición Democrática, al entrar de lleno en la campaña electoral, a mí me tocó hacerme cargo de la preparación de los candidatos, en una especie de colegio de párvulos montado de un día para otro en los salones del hotel Los Galgos, en la misma calle -y a escasos cien metros- donde habían asesinado a Carrero Blanco. Preparar quería decir instruir: enseñar. Pero, ¿cómo enseñarles algo, por ejemplo, a los tres presidentes de los tres partidos coaligados, cuando los tres creían saber más que nadie, de todo? ¿Cómo hacer políticos creíbles, con unas cuantas charlas, de algunos señores antiguos, con bigote, llegados de la España profunda? ¿Cómo conseguir el respeto de algunos candidatos que por estar afiliados a Alianza Popular entendían que no tenían que hacerle caso, nunca, en ninguna circunstancia, a quienes pertenecieran a los otros dos partidos? A veces, aquella batalla se hacía muy difícil. Para comunicarse había que superar la prueba de mil trucos que a mí me desconcertaban. Un joven prematuramente calvo, que se vestía de forma espantosa, y que se llamaba Rodrigo Rato Figaredo, ni siquiera se ponía al teléfono. Para dar con él había que dejarle recado en una emisora de Ciudad Real. Con otro, de nombre Francisco Álvarez-Casco, que vivía en la calle de Gregorio Marañón, en Gijón, la cosa funcionaba al revés: tenía tantos teléfonos, en tantos sitios, para que lo encontraran siempre y a cualquier hora, que, por exceso de números, resultaba imposible localizarlo. Los buscadores de poder, especie de buscadores de oro, eran una plaga. Algunos, como otro joven ambicioso y desconfiado, llamado José María Aznar, que trabajaba en Logroño como funcionario, empezaban a ser verdaderos especialistas. Andaban por los pasillos, sin despertar sospechas, sin hacer ruido, sin comprometerse, sin afiliarse, olfateando las verdades y las mentiras, oteando el futuro, y donde todos fracasaban ellos eran capaces, de forma increíble, de sacar provecho. ¡Genios!

miércoles, 4 de abril de 2007

AREILZA (4)

Por fin, después de muchos contactos y de no pocas desconfianzas, acordaron el nombre. La posible coalición se llamaría Coalición Democrática, CD para los votantes. Pero todavía tendrían que hablar mucho y despacio. Y tendrían, en todo caso, que crear un comité de enlace. "¡Comité de enlace! Eso suena a sindicato" -protestó Fraga, que siempre estaba protestando. Pero un día, para cerrar el trato de una vez, fueron a comer a casa de Areilza, que vivía en la calle de la Fuente del Rey, en Aravaca, en un chalé prestado. Y como eso obligaba, entre otras cosas, a concretar lo del comité de enlace, el anfitrión y sus dos invitados, Manuel Fraga y Alfonso Osorio, aparecieron acompañados por sus respectivos apoderados. En total eran seis: tres importantes y tres menos importantes. Y resulta que la mesa, en el comedor pequeño con araña de cristal gigantesca, tenía cuatro lados. Dar con el protocolo políticamente correcto era cosa muy difícil. Tan difícil, que a punto estuvo de no haber coalición. Los invitados ya se iban, dando el asunto por imposible, cuando al camarero, que también era el mecánico de la casa, se le ocurrió una idea salvadora: arrimar la mesa a la pared, eliminando así, en la práctica, uno de los lados. Parecía cosa resuelta si se pensaba que se podían formar tres parejas: Areilza a la derecha de su hombre de confianza, Fraga a la derecha del suyo, y Osorio ídem ídem. Pero ahí apareció otro problema: la pareja que quedara entre las otras dos, de cara a la pared y bajo la araña de cristal, tendría un rango superior por el hecho de estar en el centro. Pensaron en cortar la mesa, haciéndola triangular. Pero eso no era posible, porque habría que llamar a un carpintero y porque el mueble se quedaría cojo. Para no echarlo todo a perder, lo echaron a la suerte. Y el centro le tocó a Areilza, en concordancia con su vanidad. A la izquierda, Osorio. A la derecha, Fraga. Cada uno con su colaborador a su izquierda. No era, ni mucho menos, la mejor solución protocolaria. Pero fue la única que les permitió seguir adelante con Coalición Democrática, aunque ya con la sopa fría.

martes, 3 de abril de 2007

AREILZA (3)

Pero lo peor de todo era la obsesión de José María por el cumplimiento riguroso, siempre, de las reglas del protocolo más exigente. Las cosas más sencillas se hacían muy, pero que muy complicadas, por causa de esa obsesión. Como mi código de conducta no pasaba de una discreta urbanidad, yo mismo sufría, y hacía sufrir al conde, con mis torpezas diplomáticas. Por ejemplo: desde niño, yo había practicado la buena costumbre de abrir la puerta del coche, para que las personas de mayor edad o de más categoría entraran primero. Y eso es lo que hacía con Areilza, sin que Areilza, por alguna razón, se sintiera satisfecho. Un misterio. ¿Por qué no se sentía satisfecho con tanta atención y tanta reverencia? Sólo aprendí, sólo encontré la respuesta, cuando observé lo que otros hacían con Manuel Fraga y con Alfonso Osorio. A éstos, los segundones siempre les abrían la puerta de la derecha; y después, si iban con ellos, daban la vuelta y entraban por la de la izquierda. Claro. Lo correcto era que, una vez sentados, el más importante quedara por el lado derecho. O sea: si Areilza y yo entrábamos por la izquierda, y Areilza entraba primero, Areilza tenía que arrugarse todo antes de poder sentarse del otro lado; y si los dos entrábamos por la derecha y Areilza entraba primero, pasaba lo mismo pero al revés, y encima yo me sentaba por el lado noble, como si fuera el importante. ¡Qué vergüenza! Por no saber cosas tan sencillas, yo anduve durante mucho tiempo por Madrid con Areilza, en coche, con el protocolo cambiado. ¿Qué diría la gente? Si quien iba por la izquierda pretendía ser presidente del Gobierno, yo, que iba por la derecha, debía de ser candidato a rey, o a cosa parecida.

lunes, 2 de abril de 2007

AREILZA (2)

Otro problema era el seguimiento de la actualidad. No había Internet, ni prensa digital, ni nada parecido. Pero Areilza se acostaba a las ocho y se levantaba de madrugada. Y a las siete de la mañana, todos los días, sin falta, ya había leído todos los periódicos del día. Y después, sin pérdida de tiempo, me llamaba a mí para comentarme "lo esencial". Pero yo, a esa hora, siempre estaba en la cama durmiendo. Me despertaba con el repique del teléfono, bebía un poco de agua para aclarar la voz, escuchaba el sermón de Areilza, y cuando éste me hacía preguntas o me pedía opinión, tenía que inventarme las respuestas recurriendo a la intuición o a la imaginación, para no tener que confesarle que hasta las nueve o las diez no tendría la prensa al alcance de la vista. ¡Hablábamos de los intereses supremos de la patria, de los bandazos del país, sin que, al menos yo, supiera de qué estábamos hablando! "¿No es una cabronada -me preguntaba el conde, que, al contrario de lo que la gente creía, hablaba como un camionero- lo que dice este hijo de puta en la página catorce? ¿La tienes delante?" "La tengo" -le decía yo, mintiendo. "Pues lee el segundo párrafo de la segunda columna" -me decía él. "¡¡Qué canalla!!" -exclamaba yo, al cabo de un ratito, como si de verdad hubiera leído algún despropósito...

domingo, 1 de abril de 2007

AREILZA (1)

Estaba claro. Yo no había nacido para la política, por mucho que hubiera llegado a pensar lo contrario durante mucho tiempo. Sentir de forma directa los ataques a veces despiadados de los enemigos políticos y de los medios de comunicación, me enfermaba. Ver cómo lo particular se hacía público, cómo lo privado era aireado por cualquiera, resultaba demasiado para mí. Por cada ofensa recibida me daban ganas de matar a alguien. Y por eso no entendía a Areilza, que era capaz de mantener la calma después de leer los más duros ataques publicados contra su persona por muchos y muy influyentes periódicos. "¿Cómo lo consigues?" -le preguntaba yo al conde. Y el conde me contestaba: "Se consigue leyendo el nombre del autor antes de leer los disparates que pueda haber escrito. Si quien escribe es un periodista, no hay que preocuparse. Pues hay que saber que un periodista es lo que es: un periodista. Y si quien escribe no es periodista, hay que ver si aparece en la Enciclopedia Británica. Si no aparece, es como si no existiera".