miércoles, 18 de abril de 2007

MADRID (y 2)

Ya no existía la frutería de la plaza del Carmen, que era de aquel tinerfeño, ex capitán de la Aviación republicana, que después se había puesto, de forma servil, al servicio del franquismo.
Seguía existiendo, sin embargo, la farmacia de la calle del Arenal, aunque sin la presencia ni el recuerdo de Josefina, que había renunciado a vivir para entregarse en cuerpo y alma al cuidado de su padre, enfermo de una grave enfermedad.
En la iglesia de San José, en la calle de Alcalá, ya no decía misa aquel cura que conocía y pronunciaba el castellano como nadie. Emilio, que lo recordaba con admiración y respeto, de cuando allí pasaba las horas huyendo del frío y de la lluvia, entró para verlo y oírlo, después de haber pasado tantos años sin pisar la casa del Señor, y se llevó un chasco. El cura de ahora, que ni latín sabía, no sólo hablaba un castellano de andar por casa, con acento medio andaluz, sino que decía la misa al revés, de cara a los feligreses y de espaldas a Dios. Al sermón lo llamaba homilía. Y se refería a cuatro clases de pecados: de pensamiento, palabra y obra, que siempre habían existido, y de omisión, que al parecer eran cosa nueva. Y además aprovechaba la ocasión para añadir que había que vivir tranquilos, sin necesidad de preocuparse por la subsistencia. "Si el Altísimo cuida de que a los pajaritos no les falte de comer, ¿cómo no va a cuidar de que nosotros, que somos personas, tengamos lo necesario?", decía.
Los hoteles y restaurantes de las cercanías de la Carrera de San Jerónimo estaban tomados por políticos postizos, vestidos de prisa y corriendo por El Corte Inglés. Algunos no podían esconder que habían llegado a la política para ser algo en la vida. Otros, todavía con modos y maneras rurales, hacían lo posible por acostumbrarse a las alfombras. Pagaban con propina. Aparcaban los coches oficiales sobre las aceras.
El palacio real seguía vacío, ignorado por el rey Juan Carlos I, Borbón sensato, "motor del cambio", que prefería vivir en La Zarzuela, apartado del boato de la tradición, sin darle mucha importancia a la capital del reino, y recordando con ese detalle los usos y costumbres de Francisco Franco, que en vida había vivido todavía más allá, en El Pardo, sin nunca darse cuenta de que con las mismas letras de un nombre tan feo podía escribirse un nombre precioso: El Prado.
Madrid -era verdad, no podía negarse- había crecido de forma sorprendente hacia fuera y hacia lejos. Pero su ambiente seguía siendo el de un pueblo grande, de gente de pueblo, que hablaba de cosas de pueblo. ¿Para qué engañarse?
La Puerta del Sol, que ni siquiera era una plaza, sino el cruce de unas calles mal cruzadas, seguía siendo el centro de una villa, más que el centro de una capital como Dios manda. Su reloj parecía repetir el tiempo que no pasaba. Sus olores de cosas fritas y refritas, sus puestos de lotería, sus escaparates abarrotados de embutidos y de gorras campesinas, seguían prolongando, después de tantos años, la primera gran decepción de Emilio Acuña como español.
¿Por qué se seguía engañando? ¿Qué tenía Madrid?
Madrid era la ciudad donde nadie era madrileño. Y por eso era la ciudad donde nadie se sentía rechazado. Pero tampoco acogido.
Madrid seguía siendo la última esperanza de los solitarios. Los que en el resto del país se quedaban solos, recalaban en la capital para sentirse iguales. Se podían ver, a miles, por todas partes. Eran los forasteros que soportaban la indiferencia en los bancos rotos de las calles, plazas, parques, estaciones, que no eran de nadie ni a nadie importaban.

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