viernes, 13 de abril de 2007

BARCELONA (y 4)

SÍ. Seguía existiendo el Mercado de La Boquería, delirio del saber y del poder alimentario, que para Emilio Acuña había sido siempre el templo principal de la cultura catalana, por encima, incluso, del cercano Gran Teatro del Liceo.
SÍ. Seguía existiendo la plaza de la Libertad, ahora Llibertat, que se llamaba como se llamaba porque no era una plaza sino un espacio ocupado por otro mercado, especie de Boquería menor, repleto hasta el techo de cosas de comer. Tener mucha comida era lo mismo que ser libre. Sólo en Barcelona era posible encontrar tanta sabiduría.
SÍ. Seguía existiendo el Pueblo Español. Aunque convertido en cosa de turistas del montón, no había dejado de ser, para Emilio, el mayor monumento jamás levantado en parte alguna en recuerdo de la España española. Sólo en Barcelona se podía encontrar tanta grandeza.
SÍ. La Jefatura de la Policía seguía estando en la Vía Layetana. Allí se encontraba todavía, abierta detrás de la bandera española, la ventana del despacho donde él, Emilio Acuña, había sido interrogado y humillado, una vez, cuando lo detuvieron en la Barceloneta por ir sospechosamente bien vestido, y por llevar en la cartera una tarjeta de visita del ministro Blas Pérez González, con los números de los teléfonos de Madrid -225 09 02 y 226 51 12- de don Esteban, su hermano.
SÍ. Cristóbal Colón seguía sobre su columna, allá, junto al mar, a un paso de las golondrinas, con el brazo extendido y el dedo tieso, indicándole a Emilio el camino por el que debía de marcharse de la ciudad que ya no lo quería: el camino, qué amargura, del gran desencuentro.

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