martes, 10 de abril de 2007

BARCELONA (1)

Después de pasar media vida lejos de sí mismo, las palabras democracia y libertad devolvieron a Emilio Acuña a la España en transición. Aterrizó en Barajas, anduvo por unas cuantas ciudades de la Península y de los Archipiélagos, habló con los hijos de los amigos y parientes que ya no existían, comió paella y jamón, bebió vino tinto con denominación de origen, verificó el precio de las cosas, encontró las sombras alargadas del invierno, y sin embargo no tardó en darse cuenta de que se había perdido: de que algo seguía latiendo en su pasado, pero que no era exactamente aquel país nuevo y distinto, con aquella gente hablando tan rápido... Hasta que, un jueves, recaló en El Prat, un aeropuerto sorprendente, tan moderno como el de Ezeiza, de Buenos Aires. Agarró un taxi, le enseñó al taxista una dirección escrita en una tarjeta vieja, y el taxista le dijo que sí, moviendo la cabeza afirmativamente y acelerando hacia el centro urbano. Y solamente en el taxi, a camino de la ciudad más hermosa del Mediterráneo, con el corazón apretado y la lengua sin palabras, a Emilio Acuña le estalló en la boca el nombre sagrado: ¡Barcelona! Ahora sí que él estaba seguro de estar llegando a la España que buscaba: de estar regresando a su yo perdido. ¿De dónde le salían ahora aquellas ganas tan grandes de llorar? ¿Por qué había olvidado aquel amor tan fuerte por aquella ciudad tan suya? ¿Por qué se había ido, sí, por qué, dejando atrás tantos sentimientos enormes? En las calles y en las plazas llamaban la atención algunas arquitecturas nuevas que laceraban el alma. La luz del sol indeciso no conseguía ser muy alegre. Pero, a pesar de todo, comprobar que el sueño existía, o que había existido, o que podía existir, compensaba el dolor acumulado. Como si se supiera el camino de la felicidad, el taxi subió por la carretera de Sarriá a Vallvidrera, subió por las curvas, subiendo, subiendo, hasta que alcanzó la placita y fue a detenerse junto a la escalinata de la calle de Queralt, allá arriba, cerca de la estación del funicular. Allí mismo, en el techo de Barcelona, donde siempre había estado, seguía estando la casa, la misma casa del ser o no ser. ¡Qué vistas, desde la terraza! ¡Qué recuerdos! ¡Qué amargo tiempo perdido!

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