miércoles, 27 de febrero de 2008

DIEGO HIDALGO (1)

Alguien tendría que escribir y publicar alguna vez la biografía de Diego Hidalgo Schnur, el español eminente del que pocos conocen su inteligencia, su generosidad, su cultura, su simpatía, su influencia siempre constructiva en gran parte del mundo mundial... Además de interesante y merecida, esa biografía sería muy divertida. Para que lo comprueben, les cuento un poquito de lo mucho que podría contar:

Siendo muy joven, y en los tiempos de Robert McNamara, Diego Hidalgo ingresó en el Banco Mundial a través del programa Young Professionals. Al poco tiempo lo nombraron jefe de la división que se encargaba de la intermediación financiera en África. Y como tal, un buen día tuvo que ir a la República Centroafricana, gobernada entonces por aquel Bocassa que todavía no se había declarado emperador. El avión aterrizó en el aeropuerto de Bangui, la capital, y, sin venir a cuento, y sin que dejaran bajar a los pasajeros, un militar prepotente subió al aparato preguntando por el señor Hidalgo... Diego, sorprendido, sin entender nada, al principio se hizo el loco, como si no hubiera oído su apellido. Pero el milico insistió, aclarando que el tal señor Hidalgo era un alto funcionario del Banco Mundial, y a Diego no le quedó otro remedio que identificarse, mirando de reojo a los pasajeros que lo miraban con desconfianza. Hasta que el uniformado dejó escapar algo parecido a una sonrisa, dándole la bienvenida a nuestro amigo, y rogándole que le acompañara...

La sorpresa de Diego fue enorme, cuando, al salir del avión, vio formada una guardia de honor al pie de la escalerilla, y cuando, por invitación del coronel, tuvo que pasar revista a la tropa... Aquello no era normal. Los funcionarios internacionales, por muy importantes que fueran, no estaban acostumbrados a recibimientos como aquel. O habían confundido a Diego con otra persona, o en la República Centroafricana tenían una devoción exagerada por el Banco Mundial...

Pero no, no se trataba ni de una cosa ni de la otra. Al final, Diego acabó sabiendo la verdad: en Bangui estaban esperando la visita de un presidente europeo, y lo escogieron a él para un ensayo general en toda regla...

miércoles, 20 de febrero de 2008

BRASIL RAZONABLE

Por mil razones mezquinas, hijas de la ignorancia o de la mala fe, Brasil tiene "mala prensa" en la Prensa española. Por eso es de agradecer lo que Pamela Cox, vicepresidenta del Banco Mundial para América Latina y el Caribe, publica hoy en el periódico ABC. Publica, entre otras cosas de gran interés, lo siguiente:

"...la comunidad internacional reconoce que Brasil debe ser parte de la solución global al cambio climático. Esta nación de América del Sur ha logrado abordar sus propios desafíos de desarrollo, y al mismo tiempo se ha convertido en líder mundial en algunas áreas del medio ambiente.

Brasil representa el principal ejemplo de matriz energética no contaminante, mucho menos contaminante que la de la mayoría de los países ricos. Gracias a ello, ha conseguido dejar atrás la dependencia energética por medio de la expansión de fuentes de energía alternativas, como la producción de energía hidroeléctrica, etanol y bio-combustibles. Brasil lleva la delantera en el uso de etanol a partir de la caña de azúcar, una fuente de energía agrícola no contaminante y renovable que puede convertirse en una importante fuente complementaria, especialmente si se eliminan las barreras comerciales en países desarrollados y se genera un mercado mundial. La tecnología brasileña se ha transferido a países africanos en un intercambio de conocimientos "sur-sur".

Por otro lado, Brasil ha demostrado un compromiso claro y ha alcanzado enormes logros en un tema tan complejo como el uso sostenible y la protección de los recursos forestales, los más extensos del planeta, y mayores que toda Europa occidental. El país ya ha designado un 25 por ciento de su territorio (más de dos millones de kilómetros cuadrados) como áreas de protección, gracias a la creación de unos cien millones de hectáreas de zonas protegidas municipales, estatales y federales, y la demarcación de una superficie equivalente de tierras indígenas. El programa "Zonas protegidas en la región del Amazonas", de diez años de duración, ha iniciado la creación de un sistema de zonas protegidas de unos 500.000 kilómetros cuadrados, lo que equivale a una superficie mayor que todo el sistema de parques nacionales de Estados Unidos. El programa comenzó hace cuatro años y hoy se han creado 13,5 millones de hectáreas de nuevas zonas de protección estricta, estatales y federales, como el magnífico parque nacional de las Montañas Tumucumaque, de 3,5 millones de hectáreas. Además, el programa incluye otros ocho millones de hectáreas de parques ya existentes, que cubren una superficie más grande que la del Reino Unido.

Otro ejemplo de avance que ha alcanzado Brasil es que, hoy en día, el 15 por ciento de la madera del país se extrae mediante técnicas sostenibles de gestión forestal, mientras que hasta hace quince años la cifra era casi cero. No muchos países del mundo pueden exhibir resultados similares.
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martes, 19 de febrero de 2008

GUAGUAS

Dice la Real Academia que en Canarias y en las Antillas una guagua es un "vehículo automotor que presta servicio urbano o interurbano en itinerario fijo". Pero, para entendernos con palabras más claras y sencillas, yo puedo decir y digo que tanto en unas islas como en las otras una guagua es lo mismo que un autobús. Lo digo así, porque sé lo que digo: porque perdí una buena parte de mi adolescencia esperando la llegada de las guaguas que nunca llegaban.

Pasaron los años, se agrandó la distancia, creció el olvido, y, para mí, en mi vocabulario, en otros mundos más al norte o más al sur, la palabra guagua dejó de existir. O, de seguir existiendo, dejó de tener utilidad. Nadie la usaba. Nadie la hubiera entendido. Hasta que, nada menos que en Toulouse, la volví a oír.

Un boliviano residente en Francia, empeñado en tratarme bien, me hablaba con frecuencia de sus guagüitas; de lo mucho que le gustaría que yo conociera sus guagüitas; de reunirnos un día cualquiera, en su casa, para comer y disfrutar del encanto de las guagüitas...

La insistencia era tanta, que hasta empecé a desconfiar. ¿Por qué me hablaba de guaguas si ni siquiera sabía que yo era canario? ¿Y por qué guagüitas, así, en diminutivo? ¿Y para qué querría las guaguas, en suelo francés, un hombre que se presentaba como político, o diplomático, o intelectual, o aristócrata, o algo parecido?

Un sábado, por fin, quedamos en la plaza del Capitole. Y de allí, puro centro urbano, fuimos en coche hasta una casa sencilla, situada en un barrio residencial, limpio, sencillo y ordenado, tranquilo, pura clase media, de los que existen en las afueras de Toulouse. La idea era la de merendar en familia, aprovechando la ocasión para conocer y admirar las guaguas... Pero ahora, con la merienda en la mesa, el doble objetivo parecía imposible, al no haber por ninguna parte ni vehículos ni garajes de gran tamaño...

Las guagüitas eran dos: dos niñas preciosas, morenitas, vestidas de blanco, como si vinieran de hacer la primera comunión... Niñas de origen andino, y no antillano ni canario... En los Andes y en quechua, un niño es un wáwa...

sábado, 16 de febrero de 2008

NUEVA YORK

Maestro Domingo nació en Lanzarote y murió en Lanzarote. Nunca salió del Archipiélago Canario. No emigró cuando todos los canarios emigraban. A la Península nunca fue, ni por necesidad ni por curiosidad. No le interesaba. A Gran Canaria fue a estudiar en el seminario, pero no con la intención de ser cura, y sí de adquirir cultura general y de aprender música y latín. El servicio militar lo hizo en el Puerto de La Luz. Lo movilizaron cuando estalló la guerra civil, pero no tuvo que ir al frente de batalla, ni le pasó por la cabeza la idea de matar gente -se quedó haciendo guardias y bebiendo vino de La Geria en el castillo de San José, en Arrecife.

Sin embargo, tenía interés por el mundo y conocía el mundo. Para conocerlo más y mejor que cualquier lanzaroteño de su tiempo, nunca dejó de coleccionar tarjetas postales, folletos turísticos, mapas, recortes de revistas, planos de ciudades, libros de geografía, enciclopedias... Con el tiempo y una montaña de papeles llegó a saber con soltura los nombres de los barrios, de las calles, de las plazas, de ciudades como París, Londres, San Francisco, Venecia, Buenos Aires, México, Madrid, El Cairo... Sobre palacios, museos, monumentos, no se podía discutir con él, porque se sabía de memoria todos los pormenores, de todos los que había en el mundo más o menos conocido...

Pero un buen día, el bueno de Maestro Domingo fue tentado por los misterios de la lejanía: por un lugar llamado Tazacorte, que quedaba nada más y nada menos que al oeste de la isla de La Palma. Véase un mapa de las Islas Canarias y se verá que la aventura no era poca, para la época, y para un hombre que detestaba el riesgo, la improvisación y la incomodidad. Para ir de su casa, en la Villa de Teguise, en Lanzarote, hasta la casa de su hermana, en Tazacorte, en La Palma, Maestro Domingo tuvo que andar unos once kilómetros por tierra, hasta Arrecife; y desde Arrecife, navegar mucho, en diversos barcos, hasta Fuerteventura, hasta Gran Canaria, hasta Tenerife, hasta La Gomera, hasta Santa Cruz de La Palma; y, desde Santa Cruz de La Palma, atravesar la belleza palmera, andando otra vez por tierra...

Los misterios de Tazacorte no eran muchos, pero eran fascinantes. Por su puerto salían los plátanos que se exportaban para Inglaterra. Y, para que salieran, un inmenso artilugio mecánico, que parecía un invento de Julio Verne, los embarcaba en aquellos barcos que eran capaces de llegar hasta Londres sin hacer escalas... Desde los riscos más altos de Tazacorte, Maestro Domingo descubrió la increíble anchura del Atlántico... Descubrió que el horizonte no era una línea recta, allá lejos, sino una línea perfectamente curva... Descubrió que aquellas luces que en las madrugadas salpicaban la negrura del mar, eran las luces de Nueva York... No podían ser de otro lugar, porque sólo en Nueva York, que con sus rascacielos quedaba del otro lado del océano, existían luces que pudieran parpadear a tanta distancia...

domingo, 10 de febrero de 2008

DIVINO TESORO


Se repite machaconamente, con insistencia, que nunca hubo una juventud como la de ahora: que ésa de ahora es lo nunca visto en cuanto a inteligencia, salud, educación, formación, cultura, solidaridad, iniciativa... Y yo, qué quieren que les diga, tengo algunas dudas sobre el particular. Y no las tengo por casualidad, ni desde ayer por la tarde. Mis dudas sobre lo bueno y lo malo de la juventud nacieron y crecieron sobre todo en mis tiempos de profesor. Abandoné la docencia por eso: porque llegué a la conclusión de que sí, de que los jóvenes sabían cada vez más cosas nuevas, pero no porque ellos fueran mejores, ni porque quisieran ser mejores, ni porque les interesara lo mejor (que casi siempre es viejo), sino porque el mundo se llena de novedades en su andar hacia el futuro.

Es verdad, por ejemplo, que los jóvenes de ahora saben mucho de informática. ¿Y qué? ¿Saben pensar, hablar, escribir? ¿Participan? Que los abuelos no entiendan mucho de nuevas tecnologías tiene mucha lógica, por motivos obvios. Pero que ellos, los jóvenes, piensen, hablen y escriban tan mal como piensan, hablan y escriben, no tiene perdón de Dios. Y no exagero, ni quiero exagerar, ni tengo motivos para exagerar. Quien crea que estoy equivocado sólo tiene que prestar atención, sin ir más lejos, a los contenidos y a las formas jóvenes que salpican Internet.

¿Culpables? Los culpables, según se dice por ahí, somos los padres y los abuelos -son el Gobierno, la Enseñanza, los empresarios, la globalización, el capitalismo feroz, etcétera. La culpa es de todo y de todos, menos, al parecer, de los que se creen mejores porque han vivido menos... Y resulta que sí, que la acusación, aunque injusta y desproporcionada, tiene un cierto fundamento. Pues lo que sucede (resumiendo más de la cuenta una cuestión tan compleja) es que entre todos, y durante algunas generaciones, inventamos, implantamos y desarrollamos la que podríamos llamar cultura de los derechos sin obligaciones.

Vivimos, al menos en España, instalados en el derecho a todo. Todos nos pasamos todo el tiempo reclamando derechos -más derechos. Pero nadie habla de obligaciones. No hay político, periódico, profesor o padre que se atreva a anteponer las obligaciones a los derechos. Atreverse, por lo visto, no sería ni moderno ni democrático.

Y claro: con todos los derechos y sin ninguna obligación considerable, se llega enseguida a la falta de iniciativa -a esa especie de incertidumbre crónica que produce jóvenes (¡con formación o sin ella, que es lo más llamativo!) incapaces de crear su propio empleo, o de valorar en su justa medida lo que hicieron sus mayores, en tiempos peores y con menos ayudas y menos recursos.

Esta nota, ya lo sé, puede costarme algún disgusto -alguna incomprensión. Pero no la escribo, aunque lo parezca, para arremeter contra los jóvenes. Al contrario, la escribo para reconocer con pesar que también yo, como casi todo el mundo, de alguna forma, en alguna medida, en algún momento, he contribuido al desconcierto de esa juventud que quiere que le den todo hecho y empaquetado; que no se acerca a la política; que carece de sueños grandes; que practica la estupidez del botellón; que se coloca las gorras al revés; que usa ropa y zapatos de tallas monstruosas; que consume chuches de colores; que habla tan mal como escribe; que, para perder el tiempo, en vez de sentarse en el asiento, se encarama, como las aves sin norte, en lo más alto del respaldo de los bancos de parques, plazas, jardines...

viernes, 8 de febrero de 2008

FILIPÉIA

Cuando no son tinerfeños, no son muchos los españoles que saben que fue el Padre Anchieta, natural de La Laguna, beatificado por Juan Pablo II en 1980, el fundador de la ciudad de São Paulo. Ni son muchos, supongo, los que saben que durante sesenta años, sesenta, de 1580 a 1640, Brasil perteneció a la Monarquía hispánica. Sin saber esto último es difícil saber que los tres Felipes (II, III y IV) también reinaron en las tierras del gran país sudamericano -que es grande, grandísimo, precisamente por eso: porque, al encontrarse bajo una misma Corona, no tuvo problemas mayores para expandirse de forma extraordinaria hacia el Oeste, mucho más allá de los límites del Tratado de Tordesillas...

Sin saber todo eso y algo más, no es fácil saber por qué la ciudad de João Pessoa, capital del Estado de Paraíba, hoy con unos 700.000 habitantes, llegó a llamarse Filipéia, antes de que los holandeses la llamaran Frederikstadt... Ni es fácil saber, claro está, que fue aquel español nacido en Nápoles, don Fadrique de Toledo, quien reconquistó Bahía en 1625, cuando estaba ocupada por los mismos holandeses...

Me detengo en estos pormenores, y podría detenerme en muchos más, hasta llegar al Río de la Plata, o hasta las crónicas de mi maestro, el poeta Guilherme de Almeida (que a mediados del siglo XX reconocía maravillado lo mucho que São Paulo seguía debiendo a los españoles que, pese a sus piernas finas, delgaditas, eran capaces de cargar montañas de sacos de patatas, de cebollas, de ajos, a orillas del Tamanduateí...), porque me irrita bastante que las relaciones entre España y Brasil, entre Brasil y España, sean las que son: son como si nunca hubiese existido una historia compartida -como si el gigante que tiene el 50% del territorio, el 50% de la población, y el 50% de la riqueza de América del Sur, estuviese en un continente ajeno.

Para la mayoría de los españoles, Brasil es un país exótico, lejano, presidido por un tal Lula que habla por los codos, y donde todo se reduce a fútbol, samba, mulatas, favelas y delincuencia... Para la mayoría de los brasileños, España es un país raro, con un rey caído del cielo, donde la gente divierte a los turistas matando toros y bailando y cantando flamenco... aunque ahora, por algún misterio, sin venir a cuento, le sobre dinero para comprar bancos y compañías telefónicas en medio mundo...

miércoles, 6 de febrero de 2008

EL VIENTO

Viento. Había un viento espantoso que no paraba nunca, ni de día ni de noche. Las nubes bajas, rotas por el viento, pasaban rápidas, veloces, arrastradas por el mismo viento. Las mujeres (César Manrique las pintó con acierto en los murales del viejo parador de Arrecife) caminaban inclinadas, contra el viento, como si fueran a caer al suelo, para no caerse con la fuerza del viento. Muchas veces, las procesiones no salían de la iglesia para que no se las llevara el viento. El viento se llevaba los sombreros, las mantillas, los pañuelos, los papeles, la hierba seca, la paja amontonada, la ropa tendida, las esperanzas infundadas... El perfil de las montañas, modulado por siglos de viento, era suave y pelado, monótono, sin estridencias, como dibujado por un niño manso y sin imaginación. Con frecuencia, los barcos no podían atracar por el viento fuerte que sacudía las aguas del mar. Las puertas y ventanas chillaban con el viento, o daban taponazos que asustaban. Los animales domésticos se acurrucaban en lugares recónditos, huyendo del viento. Los gatos, en particular, solían volverse locos con el viento que no soportaban. Los árboles no crecían, o crecían torcidos, por el castigo continuado del viento. Jugar al fútbol era difícil, porque el viento alteraba la trayectoria de las pelotas. Con el viento, todo se cubría de arena, de tierra, de polvo. La gente hablaba gritando, para poderse entender con tanto viento. La banda de música sólo podía tocar con algún sosiego al abrigo de algún muro muy alto y bien orientado. Por el viento, las banderas y las corbatas se mantenían tiesas, en horizontal. El eco de las campanas se modificaba con el viento, haciéndose más intenso o menos intenso, rebotando más cerca o más lejos, de un lado o del lado contrario...

Pero el viento más fuerte de todos, de verdad, pueden creerme, sucedió un día de Las Nieves. Fue un viento tan intenso, tan brutal, tan terrible, que muchos peregrinos no consiguieron llegar a la ermita, allá, en aquella montaña ventosa, ni en automóvil. Entonces sí que todo se cubrió de tierra -que el polvo llegó a todas partes. Mi abuelo Pedro llegó a la conclusión de que la fuerza del viento había roto en moléculas hasta los granitos de tierra más pequeños. Pero mi padre le dijo que no, que los había roto en átomos. Y para demostrárselo abrió las latas de pintura y esmalte que guardaba bien tapadas en el cuarto de las herramientas, y en todas ellas, efectivamente -lo pude ver con mis propios ojos-, había entrado una tierra tan inconsistente y penetrante como el humo, formando delicadas capas de barro purísimo...

martes, 5 de febrero de 2008

EL CEMENTERIO BLANCO

Después de años y años de olvidos profundos, de dilatadas añoranzas, de recuerdos archivados en lo más hondo del alma, un buen día, de repente, y sin saber por qué, me encontré delante mismo de aquel cementerio blanco -el "cementerio nuevo"- que soporta aquel viento cargado de arena en aquella isla volcánica y oscura, por no decir negra. De lejos, tan cuadrado y tan blanco, el cementerio blanco podría confundirse con un campo de fútbol perfectamente cuidado. Pero de cerca, el cementerio blanco blanquísimo parece otra cosa: el portalón grande, de rejas metálicas, con las palmeras al fondo, podría recordar la entrada de un club de golf, o de un colegio de niños bien, o de un cortijo andaluz, si no fuera por la cruz que lo distingue. La cruz avisa de que por allí entran los muertos...

Por allí, por aquel portalón grande de rejas metálicas, seguramente entró en su día el muerto que yo más quise en vida: mi padre. Entró él -estoy seguro de que entró- pero yo no pude entrar porque ahora el portalón estaba trancado. Yo, todavía vivo, debía de entrar por la puertita de al lado, que sí estaba abierta. Los vivos -me había olvidado- siempre debemos de transitar por los pasadizos más estrechos...

Me puse la gorra para defenderme del viento y del sol inclemente, saqué de su complicado estuche la máquina de retratar, y avancé torpemente hacia la puertita de los vivos, dispuesto a entrar en el recinto de los muertos para confesarle a una lápida, caso existiera, todas las emociones que tantas veces me habían hecho llorar... Y no entré. No fui capaz de llegar hasta lo que quedara de mi padre, tangible o intangible, porque me paralizó la poca, la dudosa precisión, de un aviso tallado en mármol negro:

Cementerio
Nuestra Señora de las Nieves
ESTA CASA ES PARA TODOS
No desoigas la voz
que te advierte
que todo es ilusión
menos la muerte.

sábado, 2 de febrero de 2008

CANARIOS ILUSTRES

Ahí están. Son los canarios ilustres que el 12 de noviembre de 1949 fundaron en Madrid el Hogar Canario que ya no existe: Leopoldo de la Rosa, Jesús Mª Perdigón, Gregorio Toledo, José González Álvarez, Nicolás Redecilla, Miguel Santiago, Rafael Díaz Llanos, Luis Cobiella, Fernando del Castillo-Olivares, Antonio Lecuona, José Pérez Vidal, Matías Vega, Guillermo Mac-Kay, Adolfo Duque, Francisco Aguilar, Lorenzo Valenzuela, Pelayo López Martín-Romero, Federico Cuyás, Antonio Betancor, Ricardo Ruíz Benítez de Lugo, Pedro Matos Massieu, Pedro Shwart Díaz-Florez, Miguel Zerolo, Juan Bautista Acevedo.

La foto no es buena, pero el recuerdo sí: un recuerdo para no olvidar que alguna vez los canarios fueron así, elegantes y distinguidos, civilizados, con las corbatas bien puestas, las formas respetables y las ideas a la altura del pensar europeo... Parece mentira. Lo parece, porque debió suceder algún cataclismo que puso todo al revés -que echó todo a perder. Ahora, un grupo de canarios como ése sería imposible, y no voy a decir por qué, para no ofender a nadie...