domingo, 10 de febrero de 2008

DIVINO TESORO


Se repite machaconamente, con insistencia, que nunca hubo una juventud como la de ahora: que ésa de ahora es lo nunca visto en cuanto a inteligencia, salud, educación, formación, cultura, solidaridad, iniciativa... Y yo, qué quieren que les diga, tengo algunas dudas sobre el particular. Y no las tengo por casualidad, ni desde ayer por la tarde. Mis dudas sobre lo bueno y lo malo de la juventud nacieron y crecieron sobre todo en mis tiempos de profesor. Abandoné la docencia por eso: porque llegué a la conclusión de que sí, de que los jóvenes sabían cada vez más cosas nuevas, pero no porque ellos fueran mejores, ni porque quisieran ser mejores, ni porque les interesara lo mejor (que casi siempre es viejo), sino porque el mundo se llena de novedades en su andar hacia el futuro.

Es verdad, por ejemplo, que los jóvenes de ahora saben mucho de informática. ¿Y qué? ¿Saben pensar, hablar, escribir? ¿Participan? Que los abuelos no entiendan mucho de nuevas tecnologías tiene mucha lógica, por motivos obvios. Pero que ellos, los jóvenes, piensen, hablen y escriban tan mal como piensan, hablan y escriben, no tiene perdón de Dios. Y no exagero, ni quiero exagerar, ni tengo motivos para exagerar. Quien crea que estoy equivocado sólo tiene que prestar atención, sin ir más lejos, a los contenidos y a las formas jóvenes que salpican Internet.

¿Culpables? Los culpables, según se dice por ahí, somos los padres y los abuelos -son el Gobierno, la Enseñanza, los empresarios, la globalización, el capitalismo feroz, etcétera. La culpa es de todo y de todos, menos, al parecer, de los que se creen mejores porque han vivido menos... Y resulta que sí, que la acusación, aunque injusta y desproporcionada, tiene un cierto fundamento. Pues lo que sucede (resumiendo más de la cuenta una cuestión tan compleja) es que entre todos, y durante algunas generaciones, inventamos, implantamos y desarrollamos la que podríamos llamar cultura de los derechos sin obligaciones.

Vivimos, al menos en España, instalados en el derecho a todo. Todos nos pasamos todo el tiempo reclamando derechos -más derechos. Pero nadie habla de obligaciones. No hay político, periódico, profesor o padre que se atreva a anteponer las obligaciones a los derechos. Atreverse, por lo visto, no sería ni moderno ni democrático.

Y claro: con todos los derechos y sin ninguna obligación considerable, se llega enseguida a la falta de iniciativa -a esa especie de incertidumbre crónica que produce jóvenes (¡con formación o sin ella, que es lo más llamativo!) incapaces de crear su propio empleo, o de valorar en su justa medida lo que hicieron sus mayores, en tiempos peores y con menos ayudas y menos recursos.

Esta nota, ya lo sé, puede costarme algún disgusto -alguna incomprensión. Pero no la escribo, aunque lo parezca, para arremeter contra los jóvenes. Al contrario, la escribo para reconocer con pesar que también yo, como casi todo el mundo, de alguna forma, en alguna medida, en algún momento, he contribuido al desconcierto de esa juventud que quiere que le den todo hecho y empaquetado; que no se acerca a la política; que carece de sueños grandes; que practica la estupidez del botellón; que se coloca las gorras al revés; que usa ropa y zapatos de tallas monstruosas; que consume chuches de colores; que habla tan mal como escribe; que, para perder el tiempo, en vez de sentarse en el asiento, se encarama, como las aves sin norte, en lo más alto del respaldo de los bancos de parques, plazas, jardines...

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