miércoles, 6 de febrero de 2008

EL VIENTO

Viento. Había un viento espantoso que no paraba nunca, ni de día ni de noche. Las nubes bajas, rotas por el viento, pasaban rápidas, veloces, arrastradas por el mismo viento. Las mujeres (César Manrique las pintó con acierto en los murales del viejo parador de Arrecife) caminaban inclinadas, contra el viento, como si fueran a caer al suelo, para no caerse con la fuerza del viento. Muchas veces, las procesiones no salían de la iglesia para que no se las llevara el viento. El viento se llevaba los sombreros, las mantillas, los pañuelos, los papeles, la hierba seca, la paja amontonada, la ropa tendida, las esperanzas infundadas... El perfil de las montañas, modulado por siglos de viento, era suave y pelado, monótono, sin estridencias, como dibujado por un niño manso y sin imaginación. Con frecuencia, los barcos no podían atracar por el viento fuerte que sacudía las aguas del mar. Las puertas y ventanas chillaban con el viento, o daban taponazos que asustaban. Los animales domésticos se acurrucaban en lugares recónditos, huyendo del viento. Los gatos, en particular, solían volverse locos con el viento que no soportaban. Los árboles no crecían, o crecían torcidos, por el castigo continuado del viento. Jugar al fútbol era difícil, porque el viento alteraba la trayectoria de las pelotas. Con el viento, todo se cubría de arena, de tierra, de polvo. La gente hablaba gritando, para poderse entender con tanto viento. La banda de música sólo podía tocar con algún sosiego al abrigo de algún muro muy alto y bien orientado. Por el viento, las banderas y las corbatas se mantenían tiesas, en horizontal. El eco de las campanas se modificaba con el viento, haciéndose más intenso o menos intenso, rebotando más cerca o más lejos, de un lado o del lado contrario...

Pero el viento más fuerte de todos, de verdad, pueden creerme, sucedió un día de Las Nieves. Fue un viento tan intenso, tan brutal, tan terrible, que muchos peregrinos no consiguieron llegar a la ermita, allá, en aquella montaña ventosa, ni en automóvil. Entonces sí que todo se cubrió de tierra -que el polvo llegó a todas partes. Mi abuelo Pedro llegó a la conclusión de que la fuerza del viento había roto en moléculas hasta los granitos de tierra más pequeños. Pero mi padre le dijo que no, que los había roto en átomos. Y para demostrárselo abrió las latas de pintura y esmalte que guardaba bien tapadas en el cuarto de las herramientas, y en todas ellas, efectivamente -lo pude ver con mis propios ojos-, había entrado una tierra tan inconsistente y penetrante como el humo, formando delicadas capas de barro purísimo...

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