EL CEMENTERIO BLANCO
Por allí, por aquel portalón grande de rejas metálicas, seguramente entró en su día el muerto que yo más quise en vida: mi padre. Entró él -estoy seguro de que entró- pero yo no pude entrar porque ahora el portalón estaba trancado. Yo, todavía vivo, debía de entrar por la puertita de al lado, que sí estaba abierta. Los vivos -me había olvidado- siempre debemos de transitar por los pasadizos más estrechos...
Me puse la gorra para defenderme del viento y del sol inclemente, saqué de su complicado estuche la máquina de retratar, y avancé torpemente hacia la puertita de los vivos, dispuesto a entrar en el recinto de los muertos para confesarle a una lápida, caso existiera, todas las emociones que tantas veces me habían hecho llorar... Y no entré. No fui capaz de llegar hasta lo que quedara de mi padre, tangible o intangible, porque me paralizó la poca, la dudosa precisión, de un aviso tallado en mármol negro:
Nuestra Señora de las Nieves
ESTA CASA ES PARA TODOS
No desoigas la voz
que te advierte
que todo es ilusión
menos la muerte.
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