martes, 5 de febrero de 2008

EL CEMENTERIO BLANCO

Después de años y años de olvidos profundos, de dilatadas añoranzas, de recuerdos archivados en lo más hondo del alma, un buen día, de repente, y sin saber por qué, me encontré delante mismo de aquel cementerio blanco -el "cementerio nuevo"- que soporta aquel viento cargado de arena en aquella isla volcánica y oscura, por no decir negra. De lejos, tan cuadrado y tan blanco, el cementerio blanco podría confundirse con un campo de fútbol perfectamente cuidado. Pero de cerca, el cementerio blanco blanquísimo parece otra cosa: el portalón grande, de rejas metálicas, con las palmeras al fondo, podría recordar la entrada de un club de golf, o de un colegio de niños bien, o de un cortijo andaluz, si no fuera por la cruz que lo distingue. La cruz avisa de que por allí entran los muertos...

Por allí, por aquel portalón grande de rejas metálicas, seguramente entró en su día el muerto que yo más quise en vida: mi padre. Entró él -estoy seguro de que entró- pero yo no pude entrar porque ahora el portalón estaba trancado. Yo, todavía vivo, debía de entrar por la puertita de al lado, que sí estaba abierta. Los vivos -me había olvidado- siempre debemos de transitar por los pasadizos más estrechos...

Me puse la gorra para defenderme del viento y del sol inclemente, saqué de su complicado estuche la máquina de retratar, y avancé torpemente hacia la puertita de los vivos, dispuesto a entrar en el recinto de los muertos para confesarle a una lápida, caso existiera, todas las emociones que tantas veces me habían hecho llorar... Y no entré. No fui capaz de llegar hasta lo que quedara de mi padre, tangible o intangible, porque me paralizó la poca, la dudosa precisión, de un aviso tallado en mármol negro:

Cementerio
Nuestra Señora de las Nieves
ESTA CASA ES PARA TODOS
No desoigas la voz
que te advierte
que todo es ilusión
menos la muerte.

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