ANIMALADAS
El taxi no pudo seguir por la carretera que iba hacia la derecha, porque encima del asfalto ardía una pavorosa hoguera atizada por huelguistas. Seguimos por la izquierda, dando un extraño rodeo por entre fábricas, talleres, depósitos, de lápidas y cruces... Cuando llegué a la sede del Grupo Correo, en un barrio sin gente ni colores, me encontré con un fortín protegido por mil candados, rejas, artilugios electrónicos y contraseñas... Me sentí amenazado por una fealdad densa y silenciosa. Y no pude evitar una duda: ¿Aquel miedo difuso era el resultado de años y años de terrorismo, o el terrorismo era el resultado del paisaje desolado y deprimente?
Regresé al aeropuerto, feo, triste y vacío, y durante diez horas interminables permanecí sentado en un duro banco de madera, esperando por el avión que me llevaría de nuevo a Barcelona... Diez horas vigilado discretamente por un policía y un guardia civil, armados hasta los dientes, que del otro lado del frío salón parecían más inquietos que yo...
Han pasado ya unos veinte años. Y, por mucho que digan, por muchos colores que le pongan, el martirizado País Vasco sigue sufriendo las animaladas que lo hieren y paralizan. La bárbara minoría que dice que lo quiere y defiende nos sigue dando lecciones de "democracia"; sigue quemando cajeros; sigue atacando a los propios vascos de bien; sigue con su borrachera ética y estética... ¿Para qué contar aquí lo que todo el mundo sabe -lo que nadie entiende fuera del manicomio del hacha y la serpiente?
Lo que hay que explicar, para que todo el mundo entienda el gran disparate, es la animalada del AVE: ¡Los asesinos vascos no quieren tren de alta velocidad, para que la civilización no los contamine! ¡Quieren vivir en sus montañas, para siempre, apartados de la razón, con sus chapelas, sus pistolas, su odio, y su lengua inventada por el resentimiento!
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