CANARIOS
A medida que el tren avanzaba hacia el centro, en cada estación subía gente cada vez más morena. En la de Alonso Martínez, por alguna casualidad, sólo subieron negros. Y ahí, mi vecino de asiento, el español inconfundible, que malhumorado venía masticando maldiciones, empezó a manifestarse en alta voz, desafiante, para que todo el mundo lo oyera:
¡Canarios! ¡Canarios de mierda! Llegan a nuestro país en patera, nadie los echa, y después pasa lo que pasa: nos incomodan en el metro y en todas partes, nos quitan los empleos, violan a nuestras mujeres, matan, roban... ¿Dónde coño está Zapatero? ¿Dónde está la justicia? ¿Un canario tiene los mismos derechos que yo, que soy español, hijo y nieto de españoles? ¡Que se vayan! ¡Que vuelvan a su tierra salvaje!
Curiosamente, nadie se dio por aludido. Nadie entendió lo que el imbécil decía y repetía, porque nadie, salvo yo, era canario en el tren... Lo más probable es que había visto mucha televisión, y de tanto verla tenía una empanada mental en la que todo sucedía al revés: ¡para él, los canarios eran los negros moribundos, inmigrantes sin papeles, que llegaban en cayucos un día sí y otro también!
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