sábado, 27 de octubre de 2007

LAS TRECE ROSAS

En Madrid, entre la calle del Doctor Esquerdo y la M30, y al sur de la Plaza de Toros, hay un barrio sin gracia, de urbanismo atormentado y arquitecturas discutibles, sin parques ni plazas, sin aparcamientos, de vecindario tirando a clase media resignada, en el que, sin embargo, se encuentra una sorprendente urbanización de lujo, cerrada en sí misma, con piscinas particulares, garajes particulares, y abundante vegetación particular: un pequeño paraíso en el centro de un mundo sin pretensiones... Para más señas, puedo decir y digo que esa urbanización ocupa exactamente el triángulo que forman las calles del Marqués de Mondéjar, de Ramón de Aguinaga, y del Maestro Alonso... Y resulta que yo, durante algunos años, viví allí: en el piso más alto y con las mejores vistas sobre los techos de la capital, de aquel conjunto residencial de gente rica y de derechas... Tardé demasiado en saber que estaba viviendo en el mismo solar -y sobre el doloroso recuerdo- de la que había sido la espantosa Cárcel de Mujeres de Ventas. Cuando lo supe entendí las contradicciones que me rodeaban. Y comprendí, por ejemplo, el por qué mi coche dormía en un garaje tan largo, tan ancho, tan extraño, y tan inquietante. Era un garaje que debió de haber sido una formidable cámara de tortura. Allí mismo, tal vez, donde estaba mi coche, fueron torturadas las Trece Rosas jóvenes, rojas e inocentes. De allí, tal vez, las sacó la salvaje represión franquista, en la madrugada del 5 de agosto de 1939, con la guerra acabadita de terminar, para ser fusiladas junto a la tapia del cementerio de La Almudena. Las trece muchachas se llamaban Carmen Barrero Aguado, Martina Barroso García, Blanca Brisac Vázquez, Pilar Bueno Ibáñez, Julia Conesa Conesa, Adelina García Casillas, Elena Gil Olaya, Virtudes González García, Ana López Gallego, Joaquina López Lafitte, Dionisia Manzanero Salas, Victoria Muñoz García, y Luisa Rodríguez de la Fuente.

Tuve que ir a La Almudena para creérmelo: para ver con mis propios ojos el humilde monumento, con la placa barata, que recuerda discretamente la brutal matanza. Y cuando me lo creí, me mudé. Sigo viviendo relativamente cerca, en la parte romántica y florida de la Fuente del Berro, pero nunca, nunca, nunca más, volví a pasar por ninguna de las tres calles que rodean el fortín derechoso que quiso suplantar al espanto.

Pero ahora, con la película de Emilio Martínez-Lázaro, que no me gustó mucho, y con el libro de Carlos Fonseca, que no está mal, me han vuelto los escalofríos. No es para menos, sabiendo que mañana, domingo, 28 de octubre de 2007, serán beatificados en Roma unos ¡quinientos! mártires caídos del lado de allá, por Dios y por la Patria, en aquella maldita guerra de bárbaros.

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