jueves, 25 de octubre de 2007

DESMEMORIA

Mi amigo Anselmo, un sabio de la Sociología y de la Sicología, nació en un pueblecito remoto de la Castilla profunda y se crió en el seno de una familia sencilla y numerosa. La madre, un talento natural, era la maestra de la única escuela del lugar. Y fue con ella que Anselmo aprendió las primeras letras y las primeras nociones del mundo de aquel tiempo sobresaltado y escaso. Hasta que llegó a la adolescencia y lo mandaron, pobrecito, como a tantos niños españoles, inteligentes y sin horizontes, a estudiar para cura en un conocido seminario católico de la Extremadura extremadamente pobre. Allí permaneció internado, durante más de una década, compartiendo la insípida existencia con compañeritos caídos del cielo, adquiriendo una sólida cultura general, y descubriendo, in situ, las falsedades de la Fe... Aguantó lo que pudo. Aguantó más de lo que él mismo podría imaginar. Pero después de tanto aguantar, de tanto darle al latín, se aprendió bien aprendidos cincuenta verbos en alemán, y emigró por emigrar, yéndose del seminario con la única pena de dejar atrás a sus únicos amigos, o compañeros, o conocidos, de la juventud hasta entonces perdida... Atravesó la Península haciendo autoestop. Atravesó Francia de la misma manera. Y un buen día, una buena noche, se dejó caer de cansancio, y se durmió, en un extraño corral, al abrigo de unas vacas mansas. Aquello era Alemania. Y allí mismo encontró trabajo al amanecer, limpiando el corral, cuidando a los animalitos, antes de ir a cargar vigas de acero, para ganar un poco más y poder llegar a la categoría de profesor ilustre, en aquel amable país donde hablaban aquel idioma tan áspero y comían de aquella manera tan exagerada. Lo que no impidió que con el tiempo volviera -hasta los más fuertes pierden la cabeza alguna vez- para ser catedrático en la España franquista que tanto detestaba... Pasaron muchos años, y, "¡qué suerte!", le llegó la jubilación. Se alejó para siempre de la Universidad que lo decepcionó tanto como la Iglesia. Pero como todavía estaba lleno de energía y de lucidez, se dedicó a hacer las mil tonterías que tanta felicidad le daban y le dan, y que nunca antes pudo hacer. Y, entre esas tonterías, se le ocurrió localizar a los viejos seminaristas que habían sido sus compañeros o amigos. Pero, qué cosas tiene la vida, entre muertos y desaparecidos sólo consiguió localizar a uno de ellos, que, por increíble casualidad, había llegado a ser comisario de la Policía puntiaguda, y sí tenía, por tanto, la posibilidad de localizar a cualquiera... Localizaron a unos treinta y pico, de los que solamente dos habían logrado ser obispos, y tres, sacerdotes. Los demás se habían dispersado por el mundo real, terrenal, como comerciantes, traductores, publicistas, cirujanos, y hasta músicos de jazz... Y, claro, todos estuvieron de acuerdo en reunirse en Badajoz, un sábado de otoño, para verse, abrazarse, hablar, y cenar juntos... Y fue entonces cuando se encontraron con la desmemoria: a todos, los nombres de todos les sonaban de algo; pero no las caras... Por pura carambola, Anselmo se sentó justo al lado del que había sido su compañero de cuarto, ¡de celda!, durante diez años seguidos, y no lo reconoció. Ni éste lo reconoció a él. Pues le preguntó: "¿Y tú, tú quién eres?".

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