FILIPÉIA
Sin saber todo eso y algo más, no es fácil saber por qué la ciudad de João Pessoa, capital del Estado de Paraíba, hoy con unos 700.000 habitantes, llegó a llamarse Filipéia, antes de que los holandeses la llamaran Frederikstadt... Ni es fácil saber, claro está, que fue aquel español nacido en Nápoles, don Fadrique de Toledo, quien reconquistó Bahía en 1625, cuando estaba ocupada por los mismos holandeses...
Me detengo en estos pormenores, y podría detenerme en muchos más, hasta llegar al Río de la Plata, o hasta las crónicas de mi maestro, el poeta Guilherme de Almeida (que a mediados del siglo XX reconocía maravillado lo mucho que São Paulo seguía debiendo a los españoles que, pese a sus piernas finas, delgaditas, eran capaces de cargar montañas de sacos de patatas, de cebollas, de ajos, a orillas del Tamanduateí...), porque me irrita bastante que las relaciones entre España y Brasil, entre Brasil y España, sean las que son: son como si nunca hubiese existido una historia compartida -como si el gigante que tiene el 50% del territorio, el 50% de la población, y el 50% de la riqueza de América del Sur, estuviese en un continente ajeno.
Para la mayoría de los españoles, Brasil es un país exótico, lejano, presidido por un tal Lula que habla por los codos, y donde todo se reduce a fútbol, samba, mulatas, favelas y delincuencia... Para la mayoría de los brasileños, España es un país raro, con un rey caído del cielo, donde la gente divierte a los turistas matando toros y bailando y cantando flamenco... aunque ahora, por algún misterio, sin venir a cuento, le sobre dinero para comprar bancos y compañías telefónicas en medio mundo...
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