sábado, 29 de diciembre de 2007

MALOS TIEMPOS

Eso de que el mundo avanza, de que todo va a mejor, habría que verlo... ¿Alguien podría imaginarse a De Gaulle, a Churchill, a Adenauer, en pantalones vaqueros y camisa a cuadros, enormes gafas de sol, zapatos de espanto, dándose una vuelta revuelta, así, a la luz del mediodía, con una novia recauchutada, por los lugares turísticos del Egipto multitudinario?

Pues para el actual presidente de Francia, un tal Nicolas Paul Stéphane Sarkozy de Nagy-Bocsa, esas cosas son la cosa más natural del mundo. Para ese hombre tan acelerado, tan inquieto, tan bajito, las sagradas formas republicanas han dejado de existir. Él besa, abraza, compadrea, gesticula, improvisa, provoca, encanta, chulea, se divorcia, se desdivorcia, cuando quiere, cómo quiere y donde le da la gana. Para él, hacer la compra en el supermercado de la esquina, y embarcar a Europa en un futuro utópico, son cosas que no requieren protocolos distintos.

Si en Francia, que es Francia, los modos y maneras de bares, fruterías, carnicerías, panaderías y demás rías han llegado al Palacio del Elíseo, a nadie deben de extrañar cosas peores: que Estados Unidos esté gobernado por un patán como Busch, o Rusia por un peligroso espía como Putin.

Y entonces, claro está, podríamos hablar del caso de la España festiva. ¿Qué quieren ustedes, españolitos ingenuos, llamados a votar nada menos que en marzo? ¿Quieren, en serio, algo mejor que Zapatero o que Rajoy? ¿Quieren, de verdad, algo que esté maduro, que no haga gracejos baratos, o algo que no esté tieso, falseado, por falta de autoestima? De eso no queda, señoras y señores. Tanto un producto como el otro no son cosas de aquí, ahora. Aquí hace tiempo, mucho tiempo, tal vez siglos, que se acabaron los hombres de estado y los líderes naturales.

¡Que, cuando poco, 2008 nos coja perfectamente confesados!

jueves, 27 de diciembre de 2007

ANIMALADAS

Dándole vueltas al mundo llegué a estar hasta en Saigón -en aquel Saigón terrorífico con aquel aeropuerto lleno de carteles que decían: Visite la ciudad; sólo hay guerra en la periferia. Pero nunca había estado yo en el País Vasco. No sé bien el motivo. Pero nunca había estado en tierras vascongadas. Hasta que un día, por razones profesionales, tuve que ir a Bilbao. Llegué por la mañana, en un avión procedente de Barcelona, y, como si hubiese llegado a otro mundo, desembarqué en una pista negra y nevada que se extendía por un paisaje negro y nevado. Todo en blanco y negro, como si los demás colores todavía no existieran... Hasta que pude ver, sobre una montaña negra, una gigantesca bandera vasca, con su fondo rojo y sus cruces sobrepuestas...

El taxi no pudo seguir por la carretera que iba hacia la derecha, porque encima del asfalto ardía una pavorosa hoguera atizada por huelguistas. Seguimos por la izquierda, dando un extraño rodeo por entre fábricas, talleres, depósitos, de lápidas y cruces... Cuando llegué a la sede del Grupo Correo, en un barrio sin gente ni colores, me encontré con un fortín protegido por mil candados, rejas, artilugios electrónicos y contraseñas... Me sentí amenazado por una fealdad densa y silenciosa. Y no pude evitar una duda: ¿Aquel miedo difuso era el resultado de años y años de terrorismo, o el terrorismo era el resultado del paisaje desolado y deprimente?

Regresé al aeropuerto, feo, triste y vacío, y durante diez horas interminables permanecí sentado en un duro banco de madera, esperando por el avión que me llevaría de nuevo a Barcelona... Diez horas vigilado discretamente por un policía y un guardia civil, armados hasta los dientes, que del otro lado del frío salón parecían más inquietos que yo...

Han pasado ya unos veinte años. Y, por mucho que digan, por muchos colores que le pongan, el martirizado País Vasco sigue sufriendo las animaladas que lo hieren y paralizan. La bárbara minoría que dice que lo quiere y defiende nos sigue dando lecciones de "democracia"; sigue quemando cajeros; sigue atacando a los propios vascos de bien; sigue con su borrachera ética y estética... ¿Para qué contar aquí lo que todo el mundo sabe -lo que nadie entiende fuera del manicomio del hacha y la serpiente?

Lo que hay que explicar, para que todo el mundo entienda el gran disparate, es la animalada del AVE: ¡Los asesinos vascos no quieren tren de alta velocidad, para que la civilización no los contamine! ¡Quieren vivir en sus montañas, para siempre, apartados de la razón, con sus chapelas, sus pistolas, su odio, y su lengua inventada por el resentimiento!

martes, 25 de diciembre de 2007

EXAMEN DE CONCIENCIA

Como si el día de hoy no fuera el día que es, 25 de diciembre, fiesta de no sé qué, salí tempranito, como de costumbre, a dar un paseo por mi parque amado y por mi barrio de gente sabia. Y me encontré con un silencio impresionante -con un mundo dramáticamente vacío de ruido y de seres vivos. La casa de la infanta Elena amaneció escondida detrás de una muralla verde, que ahora la separa de los fotógrafos miserables y de las miradas indiscretas. Dentro del coche negro que la vigila, los dos policías de guardia parecían muertos de frío. Y en el parque, ni un alma... Sólo por la pasarela que atraviesa la M30 un anciano se alejaba con su perro. Y del otro lado, yendo hacia el barrio de Salamanca, un barrendero solitario no sabía qué hacer con las montañas de basura que sobraron del derroche de anoche... ¿Pan? No. Ni pan, ni periódicos, ni siquiera farmacias... El Madrid de esta mañana es un Madrid abandonado -una ciudad que, por algún misterio, por alguna guerra o epidemia, se quedó sin habitantes...

Y entonces, como si de verdad me hubiera quedado solo en este país que, por lo visto, debe de estar durmiendo treinta o cuarenta millones de borracheras, regresé a mi casa sin pan, sin periódicos, sin colchimax, y con la cabeza llena de inquietantes preguntas: ¿Por qué España es tan española? ¿Por qué, desde hace tres siglos, España se viene destruyendo a sí misma, de fuera para dentro; de la periferia para el centro; de las colonias para Castilla? ¿Por qué aquí odiamos tanto a la inteligencia? ¿Por qué, también, odiamos tanto a los políticos, si a la vez elegimos siempre a los peores? ¿Cómo es posible que el pueblo español siga existiendo, trabajando, produciendo, actuando, sin que nadie lo quiera ni él tenga, de verdad, a quién querer? ¿Por qué nos disfrazamos de campesinos, bebemos como campesinos, y cantamos como campesinos, para celebrar cualquier cosa que parezca progreso? ¿Quién, ahora mismo, está liderando esta espesa masa de gente que consume, come, se emborracha y duerme? ¿Dónde está la cabeza capaz de pensar en la razón de ser de la España de pasado mañana?

Contuve el sobresalto cuando recordé que tengo España Invertebrada, de Ortega y Gasset, entre mis cinco libros de cabecera. Teniendo a mano ese libro -ese ensayo de ensayo, como él decía- el peso de la España del odio, de la oscuridad y de la desintegración es más llevadero. Pues sirve de consuelo saber que un sabio tan lúcido ya sufrió por ello, hasta encontrar todas las respuestas, y ponerlas, como si las hubiese puesto ayer, hoy mismo, en menos de cien páginas magistralmente escritas.

Al final, todas las preguntas se hicieron una en mi cabeza: ¡¿Cómo se puede conocer España, y entender a los españoles, sin nunca haber leído el librito maravilloso, tremendo, que nos dejó Ortega?! ¿Lo han leído todos los que ahora mandan, o quieren mandar, en este país? ¿Lo han leído esos jóvenes insolentes que reclaman más y más derechos, sin jamás hablar de más deberes?

viernes, 21 de diciembre de 2007

PEDRO PÁRAMO

Queriendo huir de las falsas alegrías navideñas, que un año más me ponen infinitamente triste, me dedico a leer Pedro Páramo, la obra maestra de Juan Rulfo:

"Al alba, la gente fue despertada por el repique de las campanas. Era la mañana del 8 de diciembre. Una mañana gris. No fría; pero gris. El repique comenzó con la campana mayor. La siguieron las demás. Algunos creyeron que llamaban para la misa grande y empezaron a abrirse las puertas; las menos, sólo aquellas donde vivía gente desmañanada, que esperaba despierta a que el toque del alba les avisara que ya había terminado la noche. Pero el repique duró más de lo debido. Ya no sonaban sólo las campanas de la iglesia mayor, sino también las de la Sangre de Cristo, las de la Cruz Verde y tal vez las del Santuario. Llegó el mediodía y no cesaba el repique. Llegó la noche. Y de día y de noche las campanas siguieron tocando, todas por igual, cada vez con más fuerza, hasta que aquello se convirtió en un lamento rumoroso de sonidos. Los hombres gritaban para oír lo que querían decir. "¿Qué habrá pasado?", se preguntaban.
A los tres días todos estaban sordos. Se hacía imposible hablar con aquel zumbido de que estaba lleno el aire. Pero las campanas seguían, seguían, algunas ya cansadas, con un sonar hueco como de cántaro.
-Se ha muerto doña Susana.
-¿Muerto? ¿Quién?
-La señora.
-¿La tuya?
-La de Pedro Páramo.
Comenzó a llegar gente de otros rumbos, atraída por el constante repique. De Contla venían como en peregrinación. Y aun de más lejos. Quién sabe de dónde, pero llegó un circo, con volantines y sillas voladoras. Músicos. Se acercaban primero como si fueran mirones, y al rato ya se habían avecindado, de manera que hasta hubo serenatas. Y así poco a poco la cosa se convirtió en fiesta. Comala hormigueó de gente, de jolgorio y de ruidos, igual que en los días de la función en que costaba trabajo dar un paso por el pueblo.
Las campanas dejaron de tocar; pero la fiesta siguió. No hubo modo de hacerles comprender que se trataba de un duelo, de días de duelo. No hubo modo de hacer que se fueran; antes, por el contrario, siguieron llegando más."

domingo, 16 de diciembre de 2007

JOSEFINA

Hoy, casualmente 16 de diciembre de 2007, he vuelto a pasar por la calle del Arenal. Que se sigue llamando calle del Arenal, pero que ya no es aquella calle del Arenal donde nacieron y murieron los amores de la calle del Arenal... Ahora le pusieron un piso hipócrita, como si se tratara de una calle nueva de una urbanización de nuevos ricos. Y todo, de lado a lado, se llenó de gente alborotada y descompuesta, consumidora de cosas baratas y grasientas. Un espanto sin alma. Los comercios se dejaron influir por la estética de Benidorm: mucho plástico, cristalitos, cositas de poca monta. Como la farmacia. La farmacia sigue donde mismo estuvo siempre. Pero ya no es lo que era. Porque era, por dentro, como una catedral bella, tallada y antigua. Y ahora es como una cosa del cercano El Corte Inglés: tarritos amontonados, colocados para vender mucho, de prisa y corriendo, a una clientela que confunde los catarros con las pulmonías, los jaboncillos con el arte de vivir. Una pena. Sí, pena. Porque allí, en aquella farmacia, trabajaba Josefina, morena y discreta, culta y elegante, más graciosa que guapa. Y ya no trabaja. Se fue. Hace cincuenta años que se fue -que desapareció de aquel mostrador que parecía un altar, dejando para siempre el recuerdo imborrable que los transeúntes de ahora no recuerdan. Qué dolor. Dolor de no recordar lo que fue tan hermoso, tan dulce, tan emocionante, tan limpio... Tuvieron que pasar veinte años, para que Josefina apareciera de nuevo, vestida de señora madura, cuando España amaneció en Sábado Santo y el Partido Comunista fue cristianamente legalizado... Y volvieron a pasar otros veinte -todos calvos- para que el llanto fuera difícil de contener, en el desierto vital del Hotel Meliá... ¡Qué historia! Historia tremenda que nadie conoce. Que se apagó en el olor a desodorantes de la farmacia rehecha. Todo el mundo se olvidó de todo, en la olvidada calle del Arenal. Sólo yo, al pasar esta tarde por allí, volví a recordar el nombre y los apellidos aristocráticos, el rostro, la sonrisa, la delicadeza, de aquel ángel moreno que por amor renunció a vivir: que todavía vive en su penumbra de soledad, en la calle del General Varela, esperando que otros veinte años vuelvan a pasar.

sábado, 8 de diciembre de 2007

CANARIOS

Tuve que ir hasta el Madrid viejo -hasta la Puerta de Toledo- por razones sentimentales que no vienen a cuento. Y fui en metro. Cogí el tren de la Línea 5 en la estación de Ventas y durante media hora atravesé la ciudad por sus entrañas más antiguas. Como no era temprano ni tarde, el gentío no era mucho. Pero era variado, como variada es la humanidad que ahora habita la desconocida capital de España: ecuatorianos, marroquíes, colombianos, rumanos, chinos, senegaleses, procedentes de la Alameda de Osuna, El Capricho, Canillejas, Torre Arias, Suanzes, Ciudad Lineal, Pueblo Nuevo... Un resumen del mundo. Estéticas desiguales que ya no sorprenden a nadie. Todos los colores habidos y por haber... Y a mi lado, como si se hubiera perdido en un continente por descubrir, un único peninsular -un madrileño inconfundible, de unos cincuenta años, de esos que todavía siguen usando pantalones estrechos, brillantina y bigotito franquista...

A medida que el tren avanzaba hacia el centro, en cada estación subía gente cada vez más morena. En la de Alonso Martínez, por alguna casualidad, sólo subieron negros. Y ahí, mi vecino de asiento, el español inconfundible, que malhumorado venía masticando maldiciones, empezó a manifestarse en alta voz, desafiante, para que todo el mundo lo oyera:

¡Canarios! ¡Canarios de mierda! Llegan a nuestro país en patera, nadie los echa, y después pasa lo que pasa: nos incomodan en el metro y en todas partes, nos quitan los empleos, violan a nuestras mujeres, matan, roban... ¿Dónde coño está Zapatero? ¿Dónde está la justicia? ¿Un canario tiene los mismos derechos que yo, que soy español, hijo y nieto de españoles? ¡Que se vayan! ¡Que vuelvan a su tierra salvaje!

Curiosamente, nadie se dio por aludido. Nadie entendió lo que el imbécil decía y repetía, porque nadie, salvo yo, era canario en el tren... Lo más probable es que había visto mucha televisión, y de tanto verla tenía una empanada mental en la que todo sucedía al revés: ¡para él, los canarios eran los negros moribundos, inmigrantes sin papeles, que llegaban en cayucos un día sí y otro también!