jueves, 22 de marzo de 2007

EL FLEQUILLO DE AZNAR

Ahora, al cumplirse el cuarto aniversario de aquella infamia, se está hablando mucho de la foto de las Azores -de lo que significó aquella foto, en muertos, mentiras, saqueo y terror. Pero no se habla, que yo sepa, de la foto misma. Por algún extraño motivo, ningún entendido en psiquiatría ha perdido un rato en analizar debidamente las imágenes que quedaron grabadas para siempre en el retrete de la Historia. Y por eso me atrevo a contar, aquí, sin pretensiones científicas, mi particular visión del lamentable espectáculo. El primer impacto lo recibí por televisión. De repente, sobreponiéndose a todas las noticias habidas y por haber, en la pantalla aparecieron tres hombres descompuestos, cargados de ansiedad, acompañados por un segundón, especie de recepcionista, cargado de hipocresía. Éste, el recepcionista, el que me pareció hipócrita, no era otro que Durão Barroso, que por entonces trabajaba de primer ministro en un mítico país llamado Portugal. Y los otros -no hay nadie que no lo sepa- eran Blair, Bush y Aznar, que estaban allí, en las Azores, para salvar al mundo de un montón de peligros peligrosísimos. El contraste entre la penosa imagen y el mensaje redentor era tan brutal, que no lo aguanté, y apagué el televisor, al acordarme de la compostura de Churchill, Roosevelt y Stalin, en Yalta. Y a partir de ahí me he ido acostumbrando, poco a poco, al impacto de las fotografías propiamente dichas. Lo digo en plural, fotografías, porque no es una, sino que son muchas, las que siguen recordando el disparate, aunque en todas se advierta la misma locura: Blair, evidentemente cansado, ojeroso, mirando para otro lado con una sonrisa de resignación, forzada, como si quisiera hablar de otra cosa con alguien que no está ni se le espera; Bush, casi siempre de espaldas a Blair, queriendo alegrar la fiesta con gestos -y seguramente palabras- de un paleto inconsciente, instalado fuera de tiempo y lugar; Aznar, entre pedante y ridículo, pequeñito, desagradable, dejándose manosear por el atrevido norteamericano, y sin saber qué hacer con el flequillo de muchacho ruin, de prófugo despeinado, que el viento de las Azores, majadero, le ponía sobre la frente, sobre la nariz, sobre los ojos, una y otra vez, tapándole la vista de la dignidad.

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