miércoles, 21 de marzo de 2007

OLINDA


Hay gente -parece mentira- que nunca estuvo en Olinda; que no sabe dónde está Olinda; que nunca oyó hablar de Olinda. Pero Olinda, que fue capital de Pernambuco hasta que los holandeses la incendiaron para que el poder se fuera a Recife, sigue existiendo bellísima, bien conservada, gracias a su condición de Patrimonio Histórico y Cultural de la Humanidad. Algunos dicen que su nombre viene de lo que exclamó su fundador, Duarte Coelho Pereira, cuando decidió que era allí, en aquella loma, donde la fundaría: "¡Oh, linda!". Otros dicen que no, que Olinda tiene que ver con el nombre de un personaje femenino de la Caballería. Pero da igual, porque lo de menos es cómo se llame. Lo que importa de verdad, lo que maravilla, es la portentosa concentración de cultura, rodeada de tanta belleza natural. Lo cultural es tan denso, sobre todo en reliquias del barroco, que en una nota como esta sólo cabe apuntar un ejemplo: el altar de 14 metros de alto y 14 toneladas de peso, tallado en cedro y revestido en oro, de la basílica de São Bento, que ya fue expuesto en el Guggenheim de Nueva York, para asombro de los norteamericanitos... Y en cuanto a la belleza natural, tengo que confesar y confieso que, cuando enciendo mi ordenador, lo primero que aparece en la pantalla es una foto de Olinda, preciosa, con Recife al fondo. Se trata de una foto que no me canso de mirar, por lo que en ella veo y por lo que me recuerda. Yo vi con mis ojos, muchas veces, lo mismo que vio el fotógrafo: las iglesias barrocas, las casas de ensueño, la vegetación exuberante, la bahía, la desembocadura del río Capibaribe, el puerto de Recife, Recife, la playa de la Boa Viagem, allá lejos, entre la neblina y el horizonte... A menos que mi memoria me engañe, creo haber vivido al final de esa playa, en un camino que empezaba a ser calle, con media docena de casas. Era, por entonces, una calle sin nombre. Y por eso no me llegaban las cartas. Hasta que fui al fantástico mercado de São José y compré una colección de azulejos con letras, que puestos en la pared de la esquina, decían: Rua do Amor Verdadeiro... Fue un tiempo, aquel, entre feliz y convulso. Fue una época de frevo, forró, baião y xaxado. Fue cuando conocí a Don Hélder Câmara, el arzobispo de los pobres, que volví a ver muchos años después, en Europa, por última vez. Increíble. Iba yo de Barcelona a Roma, y en el avión me tocó viajar entre Jon Idígoras, con su eterna cazadora de color verde-independentista, y Don Hélder, con su sotana zurcida. Por la izquierda, un representante del odio feroz; y por la derecha, un santo.

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