lunes, 19 de marzo de 2007

LA VIDA MISMA

Cuando Carlos III mandó reservar para él y para la Corona las excelentes aguas de lo que hoy es la Quinta de la Fuente del Berro, no pudo imaginar, ni de lejos, que el preciado líquido acabaría sirviendo para yo beber, tomar baño y regar las plantas. El pobre monarca se perdió lo mejor. Pues tampoco vio crecer los maravillosos árboles traídos de los confines de Asia y de América, ahora convertidos en gigantes vegetales. Ni disfrutó de las fragancias del romero, del tomillo, de la verbena. Ni conoció el actual jardín histórico en otoño, con su delirio de colores imposibles. Ni paseó con sus parientes, los pavos reales, que no se espantan con el espanto de los humanos. Ni vio cómo la sombra del Pirulí sobrevuela los atardeceres, por encima de la belleza. Ni volvió a pasar por aquí, nunca más, un sábado cualquiera, para asistir a los conciertos matutinos de los que llegaron del Este, huyendo, con sus instrumentos viejos y sus partituras clásicas a cuestas... Le di catorce vueltas al mundo buscando un lugar para vivir, que fuera al mismo tiempo como una gran ciudad y como un pueblecito de Normandía, y que no estuviese habitado ni por pobres ni por ricos, ni por genios ni por bestias, sino por gente normalita, de saber de todo un poco y de aspirar a los placeres medianos. Y llegué a creer que ese lugar sencillamente no existía. Hasta que, después de mudarme no sé cuántas veces, casi me muero de remordimiento. Pues el tal lugar está en el mismísimo centro del Madrid grande, arrimadito a la Televisión Española que ustedes, supongo, habrán sufrido alguna vez. Sin más costo ni más esfuerzo que los que serían necesarios para vivir en cualquier barrio de cualquier otra ciudad, la Providencia quiso premiarme a estas alturas con el sueño de Carlos III: los jardines de la Quinta del Berro son como si fueran mi jardín particular; el palacete romántico es como si fuera mi estudio de música, de lectura, de pintura; los pavos reales se meten en mi intimidad, perdiéndome el respeto; algunos famositos de la tele, siempre confianzudos, me saludan con desparpajo como si nos conociéramos de toda la vida; Enrique Iniesta, con su violín de bronce, me toca "todas las músicas de España" sin desafinar el patriotismo; un Gustavo Adolfo Bécquer de piedra, enorme, me recita una y otra vez, en letra tallada, aquello de Hoy como ayer; Alexander Pushkin, tieso, metálico, me suelta en ruso la Oda a la Libertad... Estando en lo que parece un paraíso, llegué a creer que había encontrado la felicidad civilizada que tanto busqué. Pero de pronto, en la biblioteca, noté que algo había sucedido. Los amigos de las discusiones bizantinas estaban demasiado criticones. Su descontento crónico se había avinagrado. No paraban de hablar de "la chusma", con desprecio y con irritación, como si fueran parientes de Sarkozy. Y resulta que la cosa no era para tanto, así, a primera vista: unos mendigos -dos muertos vivientes de los que andan por la capital- se habían instalado con sus colchones apestosos por fuera de la verja, en el caminito de tierra que lleva hasta Ventas. Y al parecer, "¿qué se han creído?", a eso no había derecho... No le conté a nadie, porque yo mismo no lo entiendo, que la miseria extrema me encandila por alguna razón que no sé si es buena o mala. Y empecé a dar paseos que me acercaban sin motivo aparente a los miserables, pero con la tela metálica de por medio. Paseé tanto, tantas veces, que los mendigos empezaron a saludarme con movimientos torpes de sus manos sucias. Y cuando yo les correspondía a mi manera, no podían contener la risa. Yo entristecido, en pleno jardín, y ellos riéndose, por fuera de la verja... Y lo curioso es que se reía más el más viejo, un cadáver prematuro, que el más joven, un mozo todavía recuperable con un buen baño, algo de jamón y una ropa limpia. Pasaron los días. Aquello se hizo monótono -uno se acostumbra a todo- y volví a mis paseos habituales, caminando instintivamente, sin pensarlo, en dirección contraria a la de la miseria sonriente. Y una mañana del pasado octubre, como todas las mañanas, voy a comprar el periódico en el quiosco que hay en la calle de arriba, paralela al camino de los infelices, y me entero del suceso, por sorpresa, en las páginas de Sociedad: el mendigo viejo había sido degollado. Del mendigo joven, ni una palabra.

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