Al hotel Palace nunca le tuve mucha simpatía. Conociendo su historia, nunca le perdoné a su fundador, Georges Marquet, el empeño en que el edificio de la Carrera de San Jerónimo se pareciese tanto al hotel Negresco, de Niza, también inaugurado en 1912, por la simple rivalidad con el rumano Henri Negresco en los negocios de ambos en la Costa Azul. Y nunca llegó a gustarme que el mismo Marquet hiciera lo que hizo para quedarse con el cercano hotel Ritz, dividiendo la clientela que su grupo controló en Madrid hasta 1977 en "selecta" y en "cosmopolita". Los reyes y presidentes de Gobierno iban al Ritz, y al Palace iban Picasso, Buster Keaton, Dalí, Gary Cooper, Sofía Loren, Rubinstein, Luciano Pavarotti, García Lorca, Hemingway, etc. Pero reconozco que el Palace no es una broma, en ninguún sentido. Empezando porque fue el primer edificio construido en hormigón armado, y el primer hotel de la capital que incorporó cuarto de baño y teléfono en cada una de sus 800 habitaciones, gracias a los fontaneros ingleses. Y terminando por su extraño parentesco con la política y con el poder: no sólo está frente al Congreso de los Diputados, sino que, durante la Guerra Civil, fue sede de la Embajada soviética y hospital militar; y en 1973 alojó a la sin par Embajada de la República Popular China. Además, y por si fuera poco, el Palace está levantado sobre los 6.000 metros cuadrados que fueron solar, hasta 1895, del palacio de los duques de Medinaceli. Y por eso sigue siendo vecino del Cristo del mismo nombre, que sigue haciendo milagros a sus espaldas, en la calle de atrás: uno introduce una moneda de consideración por la ranura de la columna que lo mantiene, y ésta sube despacito, sin dejarse ver más de lo debido, sin que parezca cosa mecánica, como si el Señor atendiera el deseo y el llanto de los fieles que imploran lo imposible... En todo caso, de lo que quiero hablarles es del bar: de aquel bar maravilloso, redondo, inmenso, cubierto con aquella vidriera de colores que parece un firmamento todavía no soñado. Allí servían los dry-martinis que Hemingway recuerda con nostalgia en su obra The Sun Also Rises. Y allí sirven ahora cualquier cosa embotellada, con gas o sin gas, en vaso o como en el campo. Sin embargo, he vuelto a frecuentar el bar del Palace, ahora que estoy más en Madrid y tengo un poquito más de tiempo, porque me lo pide el cuerpo sin saber por qué, y porque desde la mesita que hay detrás del piano, donde un canario despistado sigue tocando la música de Casablanca, puedo ver sin que me vean lo que de verdad está pasando en este mundo de zapatillas deportivas, pantalones vaqueros, políticos sin amor, chicas despeinadas y empresarios cabizbajos. Aquello, ahora, es como eran antes los barcos de emigrantes: un montón de gente fea, mareada, arrugada, intentando comer bocadillos de chorizo en elegantes salones con espejos y lámparas de cristal. Un contraste brutal entre la esperanza y la arquitectura: entre el ser y el estar. Y ahí, sin que la cabeza del pianista me lo impida, con frecuencia descubro a personas llegadas de archipiélagos perdidos, que beben y beben, pero sin poder reír, y que pagan con tarjetas de crédito oficiales u oficiosas; o a representantes del pueblo soberano, comprando besos perdidos, por favor, dame otro; o a señoras que dijeron en islas remotas que iban al médico de no sé qué especialidad, y acabaron en la suite del tercero, que nadie me despierte, porque puede ser mi marido. La mitad del hotel suele estar ocupada por parejas japonesas que vienen a casarse juntas, por docenas, "a la española". Se visten como los novios de Chamberí, se retratan en la soberbia escalinata interior que da fama al Palace, van a la iglesia en autobús, y luego celebran la cosa comiendo paella, bebiendo vino con gaseosa, y bailando flamenco. La otra mitad la ocupa un universo gris, de ancianos centroeuropeos; corpulentos vendedores norteamericanos; agricultores andaluces; colombianos con gafas de sol, zapatos blancos y corbatas con muñequitos pintados; argentinos en busca de algo que se parezca a la suerte; diplomáticos del Congo; estudiantes alemanes; tenores italianos; y muchos, muchos, muchos simpatizantes del PP. Y no digo más, para que no le pregunten al pianista por mí, y éste, en un momento de debilidad, acabe delatándome: "¡El del pelo blanco, señora diputada!" "¡Aquel, el que está leyendo Le Monde al revés!".