ÉXODO

Volábamos haciendo la misma ruta (pero al revés) que hacía el avión francés que cayó al mar hace algunas semanas. Cuando nos encontrábamos, más o menos, en la misma esquina celestial donde ocurrió aquel accidente, los kilómetros recorridos ya eran muchos, el cansancio ya había hecho estragos, las azafatas ya habían apagado las luces, y una caótica y silenciosa quietud hacía pensar en campos de refugiados, de concentración, de apestados, o de damnificados.Fue entonces, en aquella penumbra aérea, asfixiante y maloliente, cuando mis piernas acusaron el malestar circulatorio de todo viaje largo, en asiento estrecho. Y me levanté para remediar el mal como de costumbre: dando vueltas y más vueltas a lo largo de la aeronave, yendo por un pasillo y regresando por el otro.
Andar en la penumbra no es difícil, porque la vista se adapta enseguida a la falta de luz, y empezamos a ver con cierta claridad. Pero no, claro está, con claridad absoluta. O sea: da para encontrar el camino, pero no siempre las piedras del camino. Y por eso caminé durante un buen rato pisando vasos de plástico, gorras, zapatos, periódicos, pulseras, maletines, piernas sobresalientes, melenas colgantes, servilletas, bolígrafos, latas, pedazos de pan, botellas, muñecos, cinturones, chupetes, cosas...
¿Y de quién era toda aquella basura? Era de toda aquella gente que parecía abandonada entre el sueño y la muerte: mujeres descompuestas, hombres hinchados o muy flacos, niños respirando con dificultad, cubiertos por mantas y chaquetas, medio descubiertos, sin cubrir, roncando, sin roncar, en posturas horribles, de meter miedo, como paralizados por alguna descarga eléctrica o por algún veneno, que les robó la razón y el movimiento justo cuando iban a mudar de canal en las pantallas diminutas que dejaron encendidas, o a medio encender, parpadeantes, en las butacas de enfrente.
La idea de éxodo resultaba inevitable: el avión volaba cargado de sobrevivientes, de malheridos, de la gran guerra del consumismo, de la estupidez cultural, y del odio provinciano y mediocre de los nuevos ricos y de los políticos que roban. Huíamos de nuevo hacia la América generosa, de forma parecida a cómo ya tuvimos que huir en tiempos pasados y dictatoriales.
Me metí en el lavabo salpicado de mierda, orines y vómitos, y lloré hasta que el día amaneció, allá abajo, en Pernambuco. Lloré como nunca, porque me costaba creer que la felicidad era tanta y volvía a estar tan cerca, después de haberla mantenido a raya, durante tantos años, con mi eterno dudar. Atrás se quedó, esta vez tal vez para siempre, la España imposible, fea, perpleja, rota en pedazos, que sigue dudando de sí misma: que sigue perdida en la interminable discusión de las miserias locales, autonómicas, futboleras, taurinas, editoriales, teletontas, etc.




En materia de efemérides, el mes de julio es un mes cargado de sobresaltos: la principal avenida de Buenos Aires se llama Avenida 9 de Julio; una de las principales avenidas de São Paulo se llama Avenida 9 de Julho. Pero la una no tiene nada que ver con la otra. Los argentinos recuerdan su indepencia de España, que declararon en 1816. Los paulistas no olvidan (no quieren olvidar) la Revolução Constitucionalista de 1932, que los llevó a luchar contra aquel gobierno de Getúlio Vargas. Y en España, hasta no hace mucho, se celebraba con carácter casi religioso (9+9) el 18 de Julio: el día negro de 1936 en que Francisco Franco se levantó en armas, provocando una feroz guerra civil, e implantando una larga y cruel dictadura... Sin embargo, y por alguna contradicción suprema, también fue un 9 de julio, de 1879, sin cañonazos, cuando nació Carlos Chagas, el eminente científico brasileño. Y fue el 9 de julio de 1980, qué pena, cuando nadie pudo evitar que muriera Vinicius de Moraes.
Ayer, sábado, 4 de julio, fue un día tan feliz como misterioso, tan misterioso como feliz: un churrasco (palabra horrible) inmenso, alegre y delicioso, para descubrir que no estábamos solos -que no habíamos fallecido; para reencontrar la inteligencia y la bondad (la grandeza) del Dr. Gabriel; para despertar el volcán de afectos viejos que parecía dormido... Una tarde maravillosa para comprobar tardíamente que todavía existen personas que pueden fascinarnos como personas -que pueden redimirnos como seres vivos... Si yo creyera que hay Dios, creería que lo de ayer fue un milagro.
