viernes, 24 de julio de 2009

ÉXODO

Volábamos haciendo la misma ruta (pero al revés) que hacía el avión francés que cayó al mar hace algunas semanas. Cuando nos encontrábamos, más o menos, en la misma esquina celestial donde ocurrió aquel accidente, los kilómetros recorridos ya eran muchos, el cansancio ya había hecho estragos, las azafatas ya habían apagado las luces, y una caótica y silenciosa quietud hacía pensar en campos de refugiados, de concentración, de apestados, o de damnificados.

Fue entonces, en aquella penumbra aérea, asfixiante y maloliente, cuando mis piernas acusaron el malestar circulatorio de todo viaje largo, en asiento estrecho. Y me levanté para remediar el mal como de costumbre: dando vueltas y más vueltas a lo largo de la aeronave, yendo por un pasillo y regresando por el otro.

Andar en la penumbra no es difícil, porque la vista se adapta enseguida a la falta de luz, y empezamos a ver con cierta claridad. Pero no, claro está, con claridad absoluta. O sea: da para encontrar el camino, pero no siempre las piedras del camino. Y por eso caminé durante un buen rato pisando vasos de plástico, gorras, zapatos, periódicos, pulseras, maletines, piernas sobresalientes, melenas colgantes, servilletas, bolígrafos, latas, pedazos de pan, botellas, muñecos, cinturones, chupetes, cosas...

¿Y de quién era toda aquella basura? Era de toda aquella gente que parecía abandonada entre el sueño y la muerte: mujeres descompuestas, hombres hinchados o muy flacos, niños respirando con dificultad, cubiertos por mantas y chaquetas, medio descubiertos, sin cubrir, roncando, sin roncar, en posturas horribles, de meter miedo, como paralizados por alguna descarga eléctrica o por algún veneno, que les robó la razón y el movimiento justo cuando iban a mudar de canal en las pantallas diminutas que dejaron encendidas, o a medio encender, parpadeantes, en las butacas de enfrente.

La idea de éxodo resultaba inevitable: el avión volaba cargado de sobrevivientes, de malheridos, de la gran guerra del consumismo, de la estupidez cultural, y del odio provinciano y mediocre de los nuevos ricos y de los políticos que roban. Huíamos de nuevo hacia la América generosa, de forma parecida a cómo ya tuvimos que huir en tiempos pasados y dictatoriales.

Me metí en el lavabo salpicado de mierda, orines y vómitos, y lloré hasta que el día amaneció, allá abajo, en Pernambuco. Lloré como nunca, porque me costaba creer que la felicidad era tanta y volvía a estar tan cerca, después de haberla mantenido a raya, durante tantos años, con mi eterno dudar. Atrás se quedó, esta vez tal vez para siempre, la España imposible, fea, perpleja, rota en pedazos, que sigue dudando de sí misma: que sigue perdida en la interminable discusión de las miserias locales, autonómicas, futboleras, taurinas, editoriales, teletontas, etc.


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