domingo, 19 de julio de 2009

PENÚLTIMOS PASOS

La semana pasada había sido una semana típica del invierno paulistano, con lluvia abundante y frío variable. Pero el viernes parecía primavera, con temperatura media y tráfico horrendo. Para llegar a Guarulhos, el chófer amable y paciente que siempre me saca de los apuros decidió atravesar São Paulo por un laberinto de barrios y calles difícil de imaginar. De todos modos, hasta alcanzar el aeropuerto, que en línea recta no está lejos, tardamos casi dos horas. El embarque, como de costumbre, parecía caótico. La fila enorme y alborotada daba vueltas y más vueltas alrededor de sí misma, hasta que, desde unos cincuenta metros de distancia, el funcionario vestido de negro que controla una privilegiada entrada lateral, se da cuenta de mi pelo blanco entrado en años, y de mi cara de cansancio, y viene a buscarme, con una atención de tiempos pasados, como si yo fuese alguien importante. Solamente después de las ceremonias del registro y de los pasaportes caí en la cuenta de que todavía estaba en el país de la amabilidad, la tolerancia, la abundancia, el buen comer y el buen vivir...

Llego a Madrid un tórrido sábado de verano castellano. En el desembarque no encuentro los problemas que esperaba. Para mi sorpresa, hasta las maletas aparecen ante mí en un instante... Pero la crispación (el malhumor que ha tomado cuenta de los madrileños en particular y de los españoles en general) empieza en el taxi: el taxista dice que mi barrio, el de la Fuente del Berro, no existe; que lo que existe es una calle que, con el mismo nombre, podría encontrarse en el barrio de Salamanca... La discusión sube de tono a lo largo de la M40... Sin embargo, consigo llegar a mi casa -que sí sigue existiendo en el barrio que sí existe-, con los nervios a flor de piel y con el estómago vacío... En la nevera sólo hay olvido... Siendo época de vacaciones (me había olvidado) las casas de los vecinos están trancadas a cal y canto, y en dos kilómetros a la redonda los restaurantes que prefiero están cerrados... La necesidad me lleva a un lugar donde dan de comer en la plaza de Manuel Becerra. Y allí encontré un Madrid penoso, como aquel de los años cincuenta, que ya había desaparecido de mi memoria: la mezquindad compitiendo con la mala calidad; camareras despeinadas y agresivas; gente mayor, sin jóvenes a la vista, sin niños, engullendo con tristeza y mal gusto, y llevándose en los bolsillos los pedazos de pan...

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