PENÚLTIMOS PASOS
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Llego a Madrid un tórrido sábado de verano castellano. En el desembarque no encuentro los problemas que esperaba. Para mi sorpresa, hasta las maletas aparecen ante mí en un instante... Pero la crispación (el malhumor que ha tomado cuenta de los madrileños en particular y de los españoles en general) empieza en el taxi: el taxista dice que mi barrio, el de la Fuente del Berro, no existe; que lo que existe es una calle que, con el mismo nombre, podría encontrarse en el barrio de Salamanca... La discusión sube de tono a lo largo de la M40... Sin embargo, consigo llegar a mi casa -que sí sigue existiendo en el barrio que sí existe-, con los nervios a flor de piel y con el estómago vacío... En la nevera sólo hay olvido... Siendo época de vacaciones (me había olvidado) las casas de los vecinos están trancadas a cal y canto, y en dos kilómetros a la redonda los restaurantes que prefiero están cerrados... La necesidad me lleva a un lugar donde dan de comer en la plaza de Manuel Becerra. Y allí encontré un Madrid penoso, como aquel de los años cincuenta, que ya había desaparecido de mi memoria: la mezquindad compitiendo con la mala calidad; camareras despeinadas y agresivas; gente mayor, sin jóvenes a la vista, sin niños, engullendo con tristeza y mal gusto, y llevándose en los bolsillos los pedazos de pan...
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