martes, 2 de junio de 2009

EL CONFERENCIANTE

En el mundo entero es conocido por su nombre simplificado: Bill Clinton. Fue -parece mentira- presidente de los Estados Unidos. Es el marido de la señora mandona que en este momento desempeña el papel de Secretaria de Estado. Y ahora -él- se dedica a dar conferencias que no da, sino que cobra a precios astronómicos.
Anoche tuve el placer de volverlo a ver y oír en vivo y en directo, a unos diez metros de distancia, por aquello de la seguridad, convertida en penoso espectáculo de agentes secretos y de aparatos electrónicos.
Lo que dijo no hace falta que yo lo repita aquí. Pues Clinton siempre dice lo mismo, y lo que dice siempre aparece en los periódicos.
El cómo lo dice es lo que quiero comentar, porque es lo que realmente me fascina de este ex presidente transformado en genial encantador de serpientes -en conferenciante casi perfecto.
Para empezar, y como por casualidad, la corbata que Clinton llevaba anoche era del mismísimo color que distingue la imagen corporativa de la universidad donde hablaba: un verde muy particular, casi imposible.
Clinton es alto y aparentemente sencillo. Viste con tanta naturalidad, que siempre parece que viene de hacer la compra en el supermercado. Su pícara sonrisa lo aleja de la idea de lo que podría ser un político cargado de responsabilidades, y lo asemeja a cualquier ser peatonal. Como siempre dice lo mismo, ya no necesita leer papeles. Habla de corrido y con soltura, y no habla ni un minuto más, ni un minuto menos, de los cuarenta y cinco justos que siempre factura. No gesticula con los brazos, pero sí con las manos, enormes y expresivas. No enfatiza, como sí enfatiza su esposa, pronunciando palabras más altas que otras. El énfasis, cuando lo considera necesario, lo consigue con pequeños silencios, alargando o acortando las vocales, y con sutiles pinceladas de buen humor.
Al final, uno se va con la impresión de haber oído a un pariente simpático, que vino a contarnos sus andanzas por el mundo, para entretenernos un poco sacándonos de la oscuridad del localismo.
Pero el problema está en que se trata de un pariente que cobra. Es justo, ético, razonable, que antiguos presidentes que ya no presiden vendan a precio de oro el conocimiento adquirido gracias al voto popular de las democracias supuestamente avanzadas?

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