lunes, 20 de abril de 2009

PRAÇA DA REPÚBLICA

Después de las reformas de 2007, que en buena medida le devolvieron el trazado original de 1905, la Praça da República dejó de ser la misma plaza que sigue intacta en mi memoria. No siendo yo ni tan joven ni tan viejo, lo que recuerdo pertenece a un tiempo intermedio que ahora, por lo visto, no es presente ni es pasado.

Las preguntas que me asaltan son tremendas: ¿Aquellas reformas reformaron lo que creo haber vivido? ¿O será que yo no viví, sino que soñé? ¿Será mentira que trabajé allí mismo, al lado, viendo la arboleda desde mi ventana? ¿No fui yo el que ayudó a crear e implantar el Mercado de Arte? ¿No era yo el que, leyendo libros junto al árbol preferido, esperaba a Guilherme de Almeida todas las tardes? ¿No fue en el banco mejor protegido por la sombra donde conocí al muchacho de Maringá?

Lo que pregunto tiene fundamento: si lo tangible y visible desaparece o se transforma, ¿cómo creer que lo intangible e invisible permanece igual? Mi pasado no puede ser presente si tampoco es pasado.

De lo que fue aquella Praça da República sólo sobró el espacio urbano, algunos árboles, algunos rayos de sol repetidos, una y otra vez, a la misma hora. Tal vez suceda lo mismo conmigo. Tal vez de mí, del mismo modo, sólo sobraron pedazos de vida deshilachados entre las ramas envejecidas de esos árboles sobrevivientes -entre la luz solar que no reconoce la descomposición de la existencia.

¿Y el muchacho de Maringá? ¿Qué habría que decir, entonces, del muchacho de Maringá? Si lo que recuerdo pudiera sostenerse como verdad demostrable, del muchacho llegado del Paraná habría que decir que fue el brasileño más elegante y más educado que jamás conocí. Como se sentaba en el mismo banco que yo, buscando la misma sombra a la misma hora, del saludo puro y simple nos fuimos adentrando en el conocimiento mutuo. Acabé contándole todos los misterios que me convirtieron en un inmigrante capaz de abrirse camino en la gigantesca ciudad prestada. Y él acabó contándome su vida de niño rico, educado en los Estados Unidos y en Europa. No era elegante, alto y rubio por casualidad. Hijo y nieto de alemanes, y habiendo conocido el mundo, decidió vivir su propia vida, creyendo en su propio talento, para encontrar en la gran São Paulo la grandeza de un Brasil potente y respetado. Con la ayuda familiar perdida, por haberla contrariado, yo le parecía un buen ejemplo a seguir. ¿Por qué no? Siendo brasileño, y teniendo mejor formación que la mía, triunfar en la capital paulista debía de ser cosa fácil.

Pero no. Nada era fácil en aquel tiempo. El espanto de la realidad envejeció al joven atractivo en pocas semanas. El pelo bien cortado y bien peinado se le convirtió en un amasijo repugnante. Le creció la barba. Perdió peso y compostura. El terno cruzado, marrón, impecable, se le arrugó y se le llenó de manchas. Los zapatos italianos, importados, perdieron la forma y el brillo. Y un mal día, al querer saludarme como de costumbre, no le salieron las palabras. Me miró con los ojos muy abiertos, fijos, inexpresivos, y se cayó hacia atrás, tieso, sin vida...

¿En qué Praça da República sucedió aquel drama? ¿O no hubo drama porque ya no existe el lugar exacto donde nos sorprendió la desgracia? ¿Los hechos se borran cuando se modifican los lugares?

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