sábado, 21 de febrero de 2009

PENÉLOPE CRUZ

No quiero decir que me parezca un ser artificial. Digo -y no es exactamente lo mismo- que me parece un ser irreal: que no existe; que no es de verdad; que se ve, pero que no tiene peso ni ocupa espacio...

Confieso que hasta le tengo una cierta simpatía. Pero no estoy seguro de que sea ella la que habla, cuando habla. ¿Penélope piensa? ¿Siente, lo que parece que siente? ¿A qué se debe su éxito: a su fragilidad aparente; a su voz chillona? ¿Por qué despierta pasiones si, como mujer, no es antigua ni moderna, ni fea ni guapa?

En las películas, a Penélope siempre la veo fuera de contexto. Siempre sobresale, se diferencia, porque es diferente: porque nunca pertenece al grupo de humanos que comparten con ella el reparto, ni a la época del argumento en cuestión. No digo que sea como un elefante en una cacharrería, pero sí como una muñeca prestada que juega a tener vida propia.

Por todo eso no consigo entender cómo esta chica se mueve con tanta facilidad por los escenarios del mundo. ¿Quién le compra los billetes de avión? ¿Quién la lleva y la trae? ¿Cómo se las arregla con los hoteles, los vestidos, las aduanas, las maletas, los horarios, los peluqueros? ¿De dónde saca el tiempo, la voluntad y la fuerza, además del talento?

Alguna vez he intentado imaginarme a Penélope Cruz ante el dilema de prepararse el desayuno, o de decidir por ella misma entre carne o pescado, a la hora de almorzar. Y mi imaginación se bloquea reiteradamente, porque le resulta imposible aceptar que la artista famosa sepa dónde está la nevera, o que coma, digiera y defeque como los mortales que engordan y envejecen.

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