EL TEIDE
No sabía el Descubridor, con precisión, que aquel coloso de 3.718 metros sobre el nivel del mar era la piedra en el camino del ser o no ser: el volcán sagrado llamado Echeyde, que significaba infierno. Ni podía imaginar, entonces, que aquellas llamaradas se debían a la erupción de una dolorosa identidad que buscaba a toda costa el porvenir.
El vómito de horrores, espantoso y persistente, no pudo destruir la sensación de pertenencia. Al contrario, la fortaleció. Pero impidió durante siglos que los más enamorados del gigante pudieran quererlo de cerca. La incandescencia de lo cotidiano los mantuvo a raya, allá lejos, detrás del horizonte marino, paralizados, sin permitirles vivir la propia vida.
Hasta que, con el frío de la vejez, la montaña deseada se cubrió con un manto de nieve, para que los amantes regresaran sin miedo a quemarse en el sueño tardío de la esperanza temblorosa.
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