SERVICIO DE ESPIONAJE
Quien inventó esa costumbre de los hoteles, de colocar a los que esperan u observan frente a los ascensores, debía de ser, seguro, un espía experimentado. Pues, con un mínimo esfuerzo, la mayor discreción y una pizca de paciencia, se puede saber casi todo lo que hacen y dejan de hacer los que suben y bajan: equipajes disparatados, señoritas rubias y repintadas, horarios indecentes, borracheras a media tarde, palabras gruesas, diálogos peligrosos, perfumes extraños, promesas cuantificadas en millones de euros, abrazos efusivos a enemigos aparentes que resultan ser amigos del alma...
Y si los que suben y bajan son políticos en activo, casi siempre dispuestos a desactivarse en lo ético y en lo estético, pues ya me dirán. Lo que uno acaba sabiendo puede poner los pelos de punta. O no. Depende. Depende de a cómo esté el kilo de dossier en el mercado de la trapisonda partidista o partidaria.
No sé si adivinan lo que estoy pensando. Pero lo que quiero decir y digo es que, sin haberme dado cuenta hasta hoy, poseo un tesoro, hecho de lo que he visto y oído, y de lo que veo y oigo, que tengo la obligación, como persona sensata que soy, de aprovechar y rentabilizar. Y para aprovecharlo y rentabilizarlo he decidido, a partir de ahora mismo, montar un Servicio de Espionaje que pongo sin condiciones previas a disposición de quien me pague mejor. Lo ya sabido, que es mucho, tendrá un precio, y lo que esté por saber o deba saberse, otro. La cuestión -no se enfaden- es hacerme rico cuanto antes, no vaya a ser que la cosa se ponga fea y las próximas elecciones las gane quien no debe ni merece.
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