jueves, 25 de septiembre de 2008

GUERRA TELEFÓNICA


Cuando voy por la calle o en el metro, aunque vaya perdido entre la multitud, no hay pedigüeño, vendedor, entrevistador, predicador o vigilante que no intente pararme y enredarme con súplicas, propuestas, consejos o advertencias, que por una razón o por otra alteran mi ánimo. Es como si yo llevase un imán capaz de atraerlos. O como si tuviera cara de desvalido, enfermo de ingenuidad...

Eso me hace sufrir, porque no sé cómo librarme del tormento. ¿Atacando a los que me molestan? ¿Ignorándolos?

La cosa tiene su cosa. Pues me pasa algo parecido con los inventos inútiles, y, sobre todo, con el delirio de las nuevas tecnologías, que intentan enseñarme nuevas formas de vivir, por narices, antes de que aprenda a vivir la realidad que ya tengo. Pero aquí, algo he avanzado: sencillamente no abro la montaña de sobres que recibo cada día, proponiéndome nuevos ordenadores, nuevas maquinillas de afeitar, nuevos aparatos para no sé qué. Aquí, amigos míos, soy yo quién decide, y no la propaganda que me trata como a un idiota.

Me lo demostré a mí mismo cuando, hace poco, fui a comprar un teléfono móvil. Entré en la tienda, y antes de que dijese lo que quería, la chica rubia ya tenía sobre el mostrador un montón de aparatitos difíciles y caros, que servían para todo, y, entre todo, como por casualidad, para llamar y ser llamado... Cuando le expliqué que yo solamente quería un teléfono que sirviera para telefonear y nada más que para telefonear, a la pobre mujer casi le da un soponcio. Pues debió pensar que estaba hablando con un marciano jubilado. Pero me salí con la mía, y ahora tengo un móvil que habla que da gusto y que no me obliga a sacar fotos ni a enchufar trastos. Una mosca blanca...

Sin embargo, caí en el fuego cruzado de la guerra que mantienen entre sí las empresas que prestan servicios telefónicos propiamente dichos: todas, sin excepción, decidieron pelearse por mi humilde cuenta; y todas, todos los días y a todas horas, empezaron a llamarme para ofrecerme ventajas, cosas, velocidades, amabilidades, precios, garantías, bandas anchas... Como la insistencia no me dejaba ni dormir la siesta, intenté protegerme de la agresión con buenas maneras. Y como no lo conseguí, lo intenté por las malas. Y como tampoco, pues me quedé dándole vueltas al ingenio:

-Riiinnng, riiinnng, riiinnng...
-¿Tiene usted Internet? -me pregunta una voz de barítono argentino, de repente, sin saludo ni preámbulos, en medio de mi somnolencia.
-¿Y usted, tiene? -le pregunto yo, malhumorado, parándolo en seco.
-¿Cómo ha dicho? -vuelve a preguntarme, desconcertado.
-Que si usted tiene Internet. ¿Tiene? -le digo.
-Tengo. Pero yo le pregunté primero... -me dice, desafiante, sin saber qué decirme.
-Sí. Pero gana el que cuelga antes -y le colgué, sin miramientos.

Santo y silencioso remedio. Desde finales de julio no he vuelto a saber ni de telefónicas ni de telefonistas.

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