LA ETERNIDAD DECADENTE
Allí, en lo que para mí es un único lugar, no fui feliz. Allí, por poco, no acabé viviendo en la bonita casa de Pitita Ridruejo, que mira de frente a la delicada belleza de otra casa: la Casita del Infante. Pero mi alma no estaba entonces para extravagancias, y allí no pude acercarme a la felicidad, porque eran tiempos en que ella se iba cuando yo llegaba. Y sin embargo, nada me acerca tanto a mí mismo como volver a caminar por las empinadas calles escurialenses -como volver a sentir, de cerca, buenos y malos, los sueños de piedra y poder donde el sol no se ponía.
No me refiero, claro está, ni a la sangre derramada en el pasado, ni a las injusticias habidas. No me refiero a las vulgaridades del presente, que tanto me horrorizan, tanto en lo político, como en lo urbanístico, como en lo turístico. Me inquietan -quede claro- los franquistas viejos que por allí siguen viviendo, escondidos en las mansiones que poseen entre la vegetación del monte Abantos. Además, la belleza natural, el clima ideal, la comida sana y abundante, no llegan a emocionarme.
Lo que me emociona y purifica es otra cosa. Es una idea, una simple idea, y las consecuencias de esa idea, hasta hoy:
En 1558, un año después de la batalla de San Quintín, Felipe II, el rey discutido y discutible, designó una comisión de especialistas, médicos, arquitectos, canteros, para buscar el mejor emplazamiento de algo todavía poco definido, pero que tenía que ver -para empezar- con la voluntad de establecer el centro del mundo efectivo. Y esa comisión le recomendó al monarca el apartado lugar donde hoy se encuentra el Real Sitio, porque el paraje disponía de caza y leña abundantes, aguas de buena calidad, y canteras en las proximidades... Por eso, entre otras cosas, fue allí donde se construyó después el Monasterio de San Lorenzo de El Escorial.
¿Monasterio? ¿Qué fue lo que hizo en El Escorial, de verdad, y por qué, y para qué, Felipe II? Para responder a esta pregunta ya se han escrito centenares de libros, por sabios de todas las épocas y de todas las partes del mundo. Y yo, pobre de mí, no los voy a discutir, ni sabría discutirlos.
Lo que yo quiero decir, aquí, de puño y letra, es lo que veo y siento cuando entro en la Basílica y lo primero que encuentro es un techo circular, plano, bajo, hecho de piedras talladas, perfectas, ensambladas, sin nada que las pegue o las mantenga, que pesan toneladas, y que, como si fueran un simple decorado, o una simple tela, no se me caen encima.
A partir de ahí, yo, sencillamente, me niego a creer que lo que llaman monasterio sea un simple monasterio. Es, al mismo tiempo y en el mismo lugar, además de basílica, panteón, convento, colegio, biblioteca, museo, palacio... Oro, incienso y mirra al por mayor...
Lo que Juan Bautista de Toledo, Juan de Herrera, Juan de Mijares, Gian Battista Castello El Bergamasco, Francisco de Mora y muchos otros hicieron para satisfacer la voluntad de Felipe II, es cuadrado, recto, desnudo, para ser disciplinado; es obsesivamente perfecto, para ser sublime; es sólido, grueso, resistente, para ser eterno...
Sí. O mucho me equivoco, o el por qué y el para qué de Felipe II estaban guiados por el deseo de eternidad. Sintiéndose por encima del Bien y del Mal, el rey dueño del mundo ya no debía de tener, entonces, los deseos de venganzas terrenales, o las ambiciones mundanas, que cuentan y escriben por ahí. Quería, pura y simplemente, adueñarse de la Eternidad, almacenando lo que creía eterno en un formidable recinto de piedra, con una superficie de 33.327 m2, y de abrumadora y cuadriculada sencillez. Pero se equivocó. Nada es eterno. Y ahora, en la ladera meridional del monte Abantos, a 1.028 metros de altitud, hasta las paredes que parecían cosa de Dios están siendo remendadas...
0 comentarios:
Publicar un comentario
Suscribirse a Enviar comentarios [Atom]
<< Inicio