jueves, 21 de agosto de 2008

MALETAS


De tanto sufrir yendo de un lugar a otro con las maletas a cuestas, aprendí a viajar sin maletas. Y cuando ya había aprendido, inventaron esa cosa de no dejar que uno lleve una simple maquinilla de afeitar en el equipaje de mano... Volví a sufrir: a llevar y a facturar maletas, porque, en los aeropuertos, están seguros de que yo, por mis antecedentes, puedo provocar una matanza con una simple gillette o con un refrescante tubo de pasta de dientes.

Agosto es el mes de las maletas. Y resulta que yo odio las maletas. Las odio porque me persiguen, porque me aburren y porque me entristecen -porque sé perfectamente que no sirven para nada. De tanto sufrirlas y odiarlas, hasta puedo adivinar cuándo van cargadas de miedo y de miseria.

Los más pobres y los más inseguros son los que viajan con más maletas. Para ellos, cualquier viaje implica una especie de atormentada mudanza. Es como si no creyeran que en París también venden galletas, o que en el Caribe también hay colchones...

La prueba más dolorosa de lo que intento decir la podemos encontrar durante el verano en las carreteras por las que circulan los coches de los africanos que, viviendo y trabajando en Europa, pretenden atravesar el Estrecho para pasar las vacaciones en sus países de arena y de sol. Y digo coches por decir alguna cosa. Pues lo que vemos circular son voluminosos y peligrosos equipajes, compuestos de cosas grandes e inútiles. El pánico a la nada milenaria no les deja ver los semáforos de la existencia normal y corriente.

Tal vez, algún día, me ponga a escribir de carrerilla sobre lo mucho que he visto y he sentido por causa de las malditas maletas. Podría contar, entonces, historias reales como la del sábado pasado, en un caótico aeropuerto del Tercer Mundo: conocí, oh casualidad, en la melancólica fila de pasajeros que esperaban ser atendidos por el personal de una determinada compañía aérea, a un tinerfeño flaco y angustiado, al borde del infarto, acompañado de su "señora esposa" nativa y de una montaña de pesadas e inquietantes maletas; habían perdido el avión del día anterior por cuestiones de visado; ahora estaban en lista de espera; tenían lo justo justito para pagar la diferencia de precio de los nuevos billetes; pero el sobrepeso del equipaje costaba una fortuna; y sin el equipaje, que no, ni lo pienses, no querían embarcar; y con el equipaje, ¿estás loca?, no se podían quedar en tierra, por alguna razón que yo, siempre discreto, preferí no imaginar...

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