GLOBALIZACIÓN
En el Paraíso, como en todas partes, son legión las personas que viven en los espacios públicos, a la intemperie. Mujeres y hombres que deberían tener trabajo digno y techo decente, duermen peor que los animales, en cualquier portal abandonado o rincón oliendo a orines. Revuelven la basura como aves carroñeras. Comen lo que supermercados y restaurantes dejan en los contenedores, a la espera de que pase, si es que pasa, el carromato de la limpieza pública. Criaturitas abandonadas se distraen con juguetes hechos de deshechos, en vez de estar en la escuela. Adolescentes deambulan en grupo, oliendo cola de zapatero. Muchachas preñadas de futuro incierto agrandan el espanto del presente.
El tráfico rodado se adueñó de las calles llenas de agujeros. Los conductores no respetan nada ni a nadie. Los autobuses no paran en las paradas...
Y nada les digo de la corrupción clamorosa, de las mafias, de las muertes sin explicación, del miedo sudoroso y musical...
Siendo así, y así es, cabría la pregunta del milenio: ¿Por qué moverse de los infiernos cotidianos del mundo desarrollado, occidental y cristiano, para ir a parar a ese tal Paraíso que, descrito como escrito queda, parece tan parecido a tantos lugares europeos o norteamericanos, sin ir más lejos?
Respuesta: por la Belleza natural, inigualable, y por la Alegría. En el Paraíso donde he estado estos últimos días, la gente es la gente más alegre del mundo, por alguna razón que escapa a mi limitada capacidad de interpretar misterios. Se trata de una alegría que tal vez se deba a una cuestión de ser o no ser. Sin ella, la existencia sería un disparate. Con ella, vivir implica no hacerle caso a lo evidente. O sea: al revés que por aquí, son alegres por necesidad. O por obligación...
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